Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 22 de junio de 2014 Num: 1007

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La narrativa íntima
de Aline Pettersson

Nadia Contreras

Cinco poetas
novísimos de Morelos

El cáliz como redención
Ricardo Venegas entrevista
con Ricardo Garibay

Roberto Saviano:
el triple cero del
narco neoliberal

Fabrizio Lorusso

Una memoria prodigiosa
Fabio Jurado Valencia

El muerto
Manolis Anagnostakis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De paso
Mario Fuentes
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
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Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

La cifra y la estructura (II Y ÚLTIMA)

El año pasado fueron compradas en México 248 millones de entradas al cine, que divididas entre 112 millones de habitantes dan un promedio de 2.1 boletos por habitante. Desde luego, esto no significa que cada mexicano haya ido al menos dos veces a una sala cinematográfica, sino la asistencia reiterada de un segmento en realidad más bien pequeño de la población, inferencia desprendida de lo siguiente: sólo en 150 de los aproximadamente 2 mil 500 municipios en los que se divide el país hay una sala cinematográfica, y aunque en ese seis por ciento de municipios se concentra el cincuenta y seis por ciento de la población, el punto es que cuarenta y cuatro de cada cien mexicanos no tiene, en su propia localidad ni cerca de ella, acceso a un cine. La neoliberalmente sacrosanta ley de la oferta y la demanda quiere que, hoy por hoy, la Zona Metropolitana del Valle de México, Jalisco –es decir Guadalajara sobre todo– y Nuevo León –léase Monterrey–, concentren el cuarenta por ciento de las 5 mil 547 salas instaladas en el país.

Súmese a lo anterior el óbice más determinante para que casi la mitad de la población de este país no vaya al cine: de acuerdo con el aecm, un boleto de entrada en 2013 costó en promedio cuarenta y ocho pesos, es decir cerca de tres cuartas partes de un salario mínimo, cuando el ingreso promedio de un trabajador ronda los tres o cuatro salarios mínimos. En el menos malo de los casos, la entrada al cine para ese trabajador promedio significa un tercio de sus ingresos, pero si se le ocurre invitar a alguien el costo aumenta de manera directamente proporcional. Además, ese costo promedio es equívoco, pues en él se considera el costo, sensiblemente menor, de la entrada a un cineclub; en los hechos, el precio prevaleciente es el que determinan los complejos cinematográficos, y dicho precio no baja, en ningún sitio y en ningún caso, de unos sesenta pesos –pero puede ser bastante más alto–, es decir, uno o más salarios mínimos.

Cuestión de clase

Si bien el aecm enfatiza, y en cierta medida es verdad, que “la infraestructura de exhibición se ha diversificado”, con cineclubes, distribución en DVD y Bluray, así como descargas cibernéticas tanto legales como ilegales, eso no le quita al cine un claro condicionamiento de clase: el público que va a un cineclub tampoco es aquel que gana tres salarios mínimos o menos, y éste tampoco es el que cuenta con acceso a internet en las condiciones indispensables para ver una película.

De nuevo en los hechos y no en las estadísticas, todo lo anterior significa que, para un porcentaje altísimo de la población de este país, no hay más cine que aquel ofrecido por la muy repetitiva, muy agringada, bastante insulsa, marcadamente mocha –además de censuradora– y nulamente propositiva oferta cinematográfica de la televisión y, de ésta, especialmente la llamada “abierta”, pues los servicios de televisión restringida –cuya oferta fílmica tampoco es ningún dechado de variedad ni de calidad–, tan focalizados y económicamente tan inaccesibles como las propias salas cinematográficas, están dirigidos al mismo segmento socioeconómico que sí puede y acostumbra ir al cine.

El hecho de que las anteriores distorsiones estructurales en materia cinematográfica hayan sido, desde hace ya demasiado tiempo, inercialmente asimiladas como si fueran el estado natural –vale decir, inevitable, inalterable– de las cosas, ha impedido identificar y llamar por su nombre a la principal causa por la cual en este país prevalece una deplorable cultura cinematográfica, por culpa de la cual somos el eterno paraíso del blockbuster palomitero, siempre dispuesto a consumir lo que nos pongan enfrente y ser el origen de un elevado porcentaje de las ganancias obtenidas por las grandes productoras transnacionales, en detrimento de las locales que, salvo excepciones como las ocurridas en 2013, jamás ven la suya.

Esas distorsiones también son, por consecuencia, la causa de que el cine mexicano sea idénticamente marginal al público que lo ve, lo conoce, lo aprecia –bien o mal–, lo solicita y, para el caso actual, lo llega a echar de menos. Causa múltiple, en la que desempeña un papel todo lo mencionado hasta este punto: costos prohibitivos, accesibilidad inequitativa, una oferta fílmica particularmente ramplona pero avalada por la reiteración, y una contraoferta que no lo es, porque sus limitaciones de infraestructura –caso de los cineclubes– o sus condicionamientos de mercado –caso de la televisión–  se lo impiden.