Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 29 de junio de 2014 Num: 1008

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La seriedad del
cronopio Cortázar

Vilma Fuentes

Chico Buarque entre
El arco y la lira

Jorge Luis Casar

La sociedad del futbol
Josetxo Zaldua

Futbol antídoto
Paula Mónaco Felipe
entrevista con Juan Villoro

Futbol: todos los
juegos el juego

Antonio Valle

El gol, nuevo paraíso
Honorio Robledo

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Columnas:
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La Jornada Semanal

 

Alonso Arreola
Twitter: @LabAlonso

Clap, clap, clap…

Es muy tarde. Es muy temprano. Rodeados por botellas vacías se nos viene el sol encima mientras el mastuerzo de al lado insiste en escuchar a Peter Gabriel. “Pero que sea en vivo”, nos grita desde la sala cuando atendiendo a su necesidad caminamos rumbo al estéreo. “Ajá”, alcanzamos a articular. Hacemos sonar el Secret World Live de su mítica e irrepetible banda con Tony Levin, Manu Katché, David Rhodes, Papa Wemba, Paula Cole, Shankar, Jean-Claude Naimro, entre otros. En el vértigo que nos maltrata recordamos el video de esa gira tan poética, la decepción que nos llevamos al verla montada en México, no por su contenido, sino por la paupérrima producción que incumplía la promesa de su exorbitante precio. Pasados los años, sin embargo, lo que ahora nos sorprende –seguro por los efectos de Baco– son sus aplausos.

Sí. Hay audiencias que saben reaccionar, dialogar a través de chocar las manos. Después de una bella introducción: aplauso en crescendo. Tras un solo de bajo o guitarra: aplauso explosivo. Al reconocer en una introducción la canción amada: aplauso conmovido. Al celebrar una poderosa secuencia de versos:   aplauso largo,  indefinido. Al término del concierto: el aplauso que se desborda, incontenible como el agua de la presa sorprendida por la tormenta. Aplauso terremoto que suele incrementarse con los pies chocando el suelo. Este último aplauso es el que el artista busca con ahínco, a veces olvidando el acrítico fanatismo de su público. Pero qué se le va a hacer. Es el aplauso que soñó de niño. Ése mismo, el que aguarda hasta la última nota de la última canción para desatarse incontrolable, pues sus dueños han decidido despilfarrarlo desde el principio, amorosos e irreflexivos. Y qué bueno, pues el aplauso viene del estómago y acaricia a quien está en la lejanía del escenario. Sí, es el eco primitivo y honesto de nuestro cuerpo en ese túnel de aire que siempre será la selva.

Claro, también hay aplausos mesurados. Entre ellos los hay de distintas clases. Está el de la empatía, normalmente poco entusiasmado. Está el de algunos países de Oriente, que se suicida para no caer en la vulgaridad. Está el de los amigos y familiares del artista, siempre solidarios, aislados en el mar de la impaciencia que los circunda. Como sea que se active, nosotros preferimos ejercerlo lento, espaciado, con volumen. Esto se logra cuando los dedos de la mano derecha, lectora, lector, consiguen golpear su palma izquierda evitando el choque de: a) dedos contra dedos, b) palma contra palma. Considere que la fuerza es la resultante entre la aceleración y la distancia. Significa que si separa bien sus manos y las junta con velocidad alcanzará mayores decibelios. Practique. Nunca se sabe qué ocioso calificará su técnica de gozo.

Por otro lado, el aplauso pocas veces se pinta la cara de abucheo. Sucede, verbigracia, cuando hay audiencias esperando diferentes actos. He allí el riesgo eterno de la banda abridora, la que ha de ganarle al miedo minuto a minuto. Los vítores, por el contrario, sí son hermanos del batimiento de palmas y llegan cuando el palmoteo se hace insuficiente, cuando las manos continúan su juego por arriba de la cabeza y la garganta exige la máxima coronación. Ello ocurre, normalmente, de pie. Allí vive el mayor de los aplausos. El que estira las rodillas, los codos, la lengua… cuando los gritos envalentonados cabalgan el trote libre de carpos y metacarpos volviéndonos cavernícolas. De allí que se vaya cansando y, claro, sincronizando poco a poco. Sí, ese es un bello aplauso. El de final de sinfonía. El que saca al director y al solista por tercera, cuarta vez. ¡Bravo!

También hay, aunque muy pocos lo han escuchado, el “no aplauso”. Ese es el mejor de todos. Es el más raro y codiciado. Es el diamante rosado, la trufa blanca de los aplausos. Es el que supone tal nivel de comprensión de la pieza sonada, tal nivel de empatía con la nota tocada, tal nivel de conexión con la letra y la interpretación lograda, que el público se hace uno con el músico y no necesita mostrarse en las convenciones de la bulla o el manoteo. La energía de esta ovación silenciosa es desconcertante, poderosa. (Hace poco la presenciamos en la sala de una casa llena de nostalgia.)

Lo cierto es que, sin nunca llegar a ser justo, el aplauso es una de las más públicas intimidades. Y eso nos iguala, nos hermana en un espacio vuelto celofán, plástico de burbujas violentado. Clap, clap, clap. Por ello, usted aplauda cada que pueda hacerle saber a alguien que no está solo. Muéstrele que  ha sido tocado cual náufrago en la masa oceánica, que ha amarrado un hilo desde sus palmas hasta aquellos globos de música, pasajeros. Buen domingo. Buena semana. Buenos ecos.