Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de julio de 2014 Num: 1009

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La balada de
Gary Cooper

Guillermo García Oropeza

El cuento español actual
Antonio Rodríguez Jiménez

Vista de la Plaza
Río de Janeiro

Leandro Arellano

Querido Prometeo
Fabrizio Andreella

El Canal de Panamá:
una historia literaria

Luis Pulido Ritter

Borges y Pacheco
Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Reina Matute

Hoy que escribo este artículo, murió la escritora española Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir espléndidos, llameantes ochenta y nueve años, y tenía un libro en preparación. Voy a extrañar la imagen de su rostro en los periódicos: la nariz de águila, los ojos vivísimos ceñidos por las arrugas, el pelo blanco: la belleza de una anciana que supo ser al mismo tiempo alegre y melancólica, franca y enigmática. Ironizaba ferozmente sobre sí misma y desdeñaba las alabanzas, pero también apreciaba a los buenos lectores y amaba los libros.

Comenzó a escribir muy joven. Terminó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, aunque la daría a la imprenta una década después. Ganaría entonces el Premio Planeta. Fue prolífica –publicó quince novelas– pero también hablaba con naturalidad de un bloqueo que le impidió escribir durante dieciocho años, años felices, pero ensombrecidos porque en ellos no hubo escritura.

Y es que para Matute la escritura no era solamente un oficio: fue la tabla de salvación que le impidió naufragar en las tempestades familiares; el lugar desde donde consideraba el mundo y la pócima para sanar los maleficios de la guerra que la marcó profundamente. Escribo esto y no puedo huir del lugar común: la guerra la marcó. ¿Y cómo no? ¿Quién puede cerrar los ojos ante los muertos? El raro valor que le otorgó después a la vida, a los animales y las flores, quizás procede del contraste de la tierra yerma a fuerza de ser quemada y el mundo que construyó con sueños y palabras. Su obra tenía dos vertientes: la fantasía y la postguerra. Y estas dos vertientes de signo distinto fluían del mismo venero, la infancia.

En 2010, durante la ceremonia en la que se le otorgó el Premio Cervantes leyó: “San Juan dijo que ‘el que no ama está muerto’ y yo me atrevo a decir que el que no inventa, no ha vivido.”

Matute misma se burlaba de la aparente paradoja de su talante. Se le clasificó como una escritora neorrealista, pero su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua se tituló “En el bosque” y es una apasionada defensa de la imaginación, en especial la que se expresa en los cuentos de hadas.

Quizás por eso sus relatos están llenos de imágenes crueles y tiernas, de cadáveres de niños, de árboles devastados, de jardines donde crece la cizaña. Un día, en una entrevista le preguntaron por qué hay niños muertos en sus libros y contestó con sencillez: “Es que da la casualidad de que los niños también mueren.”

Este aplomo tan poco cursi se despliega en el diorama de sus cuentos de hadas, muchos de ellos para adultos, como el inclasificable volumen Los niños tontos de 1956. En este libro, formado por veintiún cuentos protagonizados por niños, Ana María Matute se revela como una creadora de mitos: los niños juegan, desean, sufren, se transforman, tienen celos, matan y son muertos. La relación de sus protagonistas con la naturaleza es estrecha y tempestuosa, alejada de toda corrección política. El perro, eterno acompañante del hombre, es en estos cuentos la sombra benévola del mundo que atestigua a la distancia los dolores humanos. Es el único deudo en el entierro de un niño, le trata de salvar la vida a otro que desea morir.

Rara vez callaba sus preferencias: sabía que muchos críticos y algunos de sus lectores valoraban los libros realistas sobre los de fantasía, pero ella no. El libro que prefería de su producción era Olvidado rey Gudú, un tomo de más de setecientas páginas y que ocurre, naturalmente, en la Edad Media, el espacio temporal de privilegio para los mitos. En el reino de Olar, Gudú llevará la corona, pero está maldito. A pesar de su valor y su belleza, no podrá amar y será condenado al olvido. El ritmo de este libro es el brioso saltarello medieval: el violento contraste entre la ternura y la furia, la carcajada y la muerte dolorosa. Abundan las batallas, los jefes valerosos y crueles, hay un eunuco flaco llamado Tuzo, jinetes bárbaros que se pierden en la brumas de los tremedales, una reina que urde conspiraciones tras el trono (Ardid se llama, para que no haya duda), un príncipe bueno y una princesa tonta. Todo lo mira y lo impulsa un trasgo aficionado al vino que, a su pesar, se va alejando del mundo humano, como fatalmente el mundo contemporáneo se ha ido distanciando del espíritu para sustituirlo por el tosco culto al dinero y la fealdad.

Matute lo sabía y le irritaba. Por eso escribía. Y por eso la voy a extrañar.