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Arnaldo Córdova
L

a intensidad, la profundidad y la minuciosidad del trabajo intelectual de Arnaldo representan, sin duda, un quiebre definitivo en el modo en que la mayoría de los mexicanos pensaron su propia historia hasta la década de los años sesenta del siglo XX; creían ser el resultado de esa historia oficial elaborada por los intelectuales orgánicos del poder político, cuyo propósito era el de crear y recrear el consenso de las masas: formularon y reformularon mil veces la ideología de la revolución mexicana, aún antes de la institucionalización del nuevo Estado.

Ciertamente antes de las investigaciones de Arnaldo hubo voces críticas. Ahí está, por ejemplo, la excepcional Historia general de la Revolución Mexicana, de José C. Valadés. Daniel Cosío Villegas señaló que la revolución no podría cumplir sus propias metas, aunque hacía su crítica desde el liberalismo que se vivió en la República restaurada (1867-1877), un periodo, decía, de libertades, división de poderes, vigoroso debate y democracia política: Cosío hacía un vigoroso panegírico de la Constitución de 1857. Por el contrario, Narciso Bassols vio una revolución que no avanzaba como debía y que estaba siendo traicionada por los herederos de sus protagonistas. Dos obras críticas, anteriores al trabajo de Arnaldo, fueron: Alonso Aguilar, Dialéctica de la economía mexicana, y Pablo González Casanova, La democracia en México.

Una singularidad mexicana radica en que los intelectuales orgánicos lo fueron del poder constituido, porque los empresarios, hasta la mitad del siglo pasado, eran una clase exigua. Aún más, la ideología de la Revolución Mexicana, durante un buen tramo histórico, decía defender al pueblo, a los más necesitados, precisamente de los empresarios y capitalistas de todo tipo. A diferencia de Estados Unidos, donde los mayores héroes sociales, especialmente los self made men (qué tal Steve Jobs o Bill Gates), son precisamente los empresarios, para la ideología de la Revolución Mexicana fueron durante un lapso que quizá terminaba hacia los años cincuenta, los antihéroes por excelencia.

Arnaldo se dedicó, entre otras de sus tareas intelectuales, a explicar con detalle microscópico cómo se formó tal ideología, así como a desmontarla pieza a pieza en todo cuanto dijeron hasta los menos sobresalientes de esos ideólogos. Rigor, coherencia, complejidad y riqueza son adjetivos que van bien a esa árdua tarea de nuestro historiador, abogado, filósofo, politicólogo (él insistía en que así debía decirse).

Una de las mayores pasiones de Arnaldo fue el estudio sobre la formación del poder político en México y sus muchas singularidades en el contexto latinoamericano; y lo vinculó con lo que podría llamarse una teoría mexicana de la propiedad, surgida en la vóragine de los hechos revolucionarios. Para ese objetivo sus fuentes iniciales fueron especialmente Andrés Molina Enríquez y Luis Cabrera, pero quiso entender también hasta los últimos significados las tesis de Pastor Rouaix, Salvador Alvarado, Antonio Manero, José Diego Fernández, José Covarrubias, Fernando González Roa, Roque Estrada, Félix F. Palavicini, Carlos Trejo Lerdo de Tejada, sin dejar de oír las voces de los más importantes de los diputados al Congreso Constituyente (entre otros Machorro Narváez, Jara, Múgica) (véase La filosofía de la Revolución Mexicana, Coloquio Nacional de Filosofía, Morelia del 4 al 9 de septiembre de 1975).

Arnaldo quiso ir más allá y se propuso extender esa idea mexicana sobre la propiedad (especialmente la propiedad de la tierra) y buscó en las fuentes de Molina Enríquez y de Luis Cabrera. Al reunirse el constituyente para definir los artículos de alto contenido social –el 27 y el 123–, surgieron lúcidas ideas para consolidar un proyecto nacional en el que el pueblo mexicano fuera el verdadero dueño del territorio y de su contenido (las aguas, el subsuelo). Es a Molina Enríquez –invitado al Congreso–, a quien hay que atribuirle el concepto constitucional de la propiedad originaria que insertaron los constituyentes en la Carta Magna. Molina revirtió la tesis de los soberanos españoles: planteó que a la llegada de los conquistadores las naciones indígenas habían sido expropiadas para centralizar todo el territorio y su contenido en las personas de los reyes (no del reino). Fueron ellos, dice Molina, la fuente de la que derivó toda propiedad individual y común de la Nueva España. Al romperse los lazos coloniales, la soberanía sobre estos territorios que habían detentado los soberanos españoles, tendría que revertirse y, de ese modo en adelante recaería dicha soberanía en la nación, entendida como todos los mexicanos, representados por el Estado; tal tesis quedaría plasmada en el artículo 27 constitucional. La propiedad privada derivaría entonces de la soberanía sobre el territorio que de origen pertenecía a todos, a través de su representante el Estado mexicano. Aquí el derecho natural de propiedad no tenía lugar, el iusnaturalismo fue echado por la puerta de atrás del Congreso. Arnaldo recordaba que Kant, un siglo antes del Congreso Constituyente mexicano, decía que el legítimo dominio de los territorios en el mundo pertenecía a la humanidad.

No tengo espacio para examinar la otra cara de esa disposición constitucional, ni los argumentos de Arnaldo que ligan el artículo 27 (el 123 y otros) con la creación del poder omnímodo del poder político, específicamente, del Ejecutivo. Pero este poder quedaba obligado a usar esa disposición en beneficio del conjunto de los mexicanos. Ésta y otras disposiciones hicieron hablar a Rafael Galván del proyecto constitucional de desarrollo.

Pero llegó el neoliberalismo y barrió toda esa nuestra historia. Arnaldo merece una biografía de su trayectoria intelectual.