Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de julio de 2014 Num: 1010

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La palabra de
Yásnaya, activista mixe

Ana Paula Pintado

Antropología, contracultura y rock
Miguel Ángel Adame Cerón

La música, el oído
y el silencio

Armando G. Tejeda entrevista
con Ramón Andrés

Rock, literatura
y experiencia

Xabier F. Coronado

Arnaldo Córdova y
La ideología de la Revolución mexicana

Carlos Martínez Assad

Cien mujeres contra
la violencia de género

Esther Andradi

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Alonso Arreola
Twitter: @LabAlonso

“No hay un pájaro, el árbol canta”

Nuestra relación con Facebook es ambivalente. Por un lado detestamos la cantidad de textos e imágenes relacionados con la mundanidad ajena; por otro, celebramos su existencia empoderando a una sociedad que puede deslindarse de gobernantes y autoridades. Ello permite diálogos, acciones y llamados de emergencia entre ciudadanos de a pie y  “conecta” afinidades, lo que abre caminos ignotos en cualquier campo de interés. En nuestro caso: la música.

Pues bien, revisando una madrugada el “muro” de Jorge Pedroza, melómano y neumólogo de fiar, encontramos un video cuya promesa era por demás sugestiva: revelaría el verdadero canto de los árboles (“No hay un pájaro/ el árbol canta”, diría Francisco Hernández). Dimos clic. La filmación mostraba rebanadas delgadas de troncos (sí, de abetos, cedros o pinos) girando en un tornamesa como si fueran discos de acetato. El aparato lucía convencional, por lo que sospechamos una tomadura de pelo e imaginamos los segundos que gastaríamos entendiendo su valor. Aguardamos. La música de fondo era de piano. Pese al caprichoso entramado, algo en ella engendraba un sueño perfecto. Seguimos atentos. Pensamos que en cualquier momento aquella “musicalización” daría pie al verdadero sonido de la madera rompiendo la punta de la aguja. Incluso esperamos algún título o crédito que le diera sentido a esa introducción sonora. Poco a poco, empero, entendimos que aquel piano indeciso era la propia voz del árbol develando el paso de cada año en sus anillos. Se nos erizó la piel.

No diremos que la materia que volaba a nuestros oídos era excepcional en términos formales. Sin embargo, era lo suficientemente orgánica, poética, como para dejarla vivir y relajarnos. La disposición de aquellas notas respondía a órdenes que supusimos manipulados y metidos con calzador en la teoría más occidental de la música. Pensamos en los experimentos computarizados de Brian Eno, en los muchos instrumentos que el hombre ha hecho para ser ejecutados por el viento o el correr del agua. Tarde como era, investigamos más sobre el asunto. Se trataba de la obra Years, del artista conceptual Bartholomäus Traubeck. Claro, es alemán. (Tenía que serlo.) Nació en 1987, en Munich, y ahora estudia en Holanda, otro de los bastiones del movimiento contemporáneo.

Su logro radica en intervenir tocadiscos usando un lector óptico de videojuegos para luego digitalizar la información de anillos de troncos que, de acuerdo con su color, textura y surcos, activan en tiempo real un programa generativo que determina escalas y asigna notas previamente grabadas al piano. Es así que cada árbol suena distinto (aunque se trate de la misma especie). “The foundation for the music is certainly found in the defined rule set of programming and hardware setup”, acepta su autor en una entrevista de hace dos años. “But the data acquired from every tree interprets this rule set very differently.”

Lo que no dice es que, muy probablemente, su lector es capaz de interpretar de la misma forma cualquier otra superficie y no exclusivamente ésta. Sea cierta o no nuestra suposición, la suya es una ocurrencia comprometida y llevada al extremo, y el resultado vale mucho la pena, lectora, lector. Más allá de las reflexiones que impulsa a propósito de nuestra relación con los árboles y la naturaleza, y aunque haya optado por el camino más obvio (en lugar del piano pudo haber usado cualquier otro instrumento del mundo), la música sugerida por el paso de los años en la madera es un agradable y profundo paisaje que puede abrazarnos con su aliento. Ya no es el crujir ni el susurro del aire entre las hojas, ya no la fauna oculta en sus múltiples brazos. No es tampoco la savia ni las raíces gritando en el pavimento carcelario. Ahora son sus edades, la invisible piel que se le va quedando adentro y que hasta hoy era muda.

Cabe decir, claro, que la obra de Traubeck es vasta y no sólo se circunscribe a la relación entre el hombre y el bosque. Aunque en más de una ocasión le ha prestado enseres a los elementos naturales (ejemplo es su pieza Dos hachas en el bosque), su exploración combina balanceadamente la tecnología de punta con diferentes entornos orgánicos y a éstos con la actividad cotidiana en las grandes urbes. Por lo pronto, su esfuerzo por darle voz a los que nos dan oxígeno nos parece encomiable. Escuchándolo nuevamente no encontramos mejor final este domingo que los versos de Octavio Paz en Árbol adentro:

“Amanece en la noche del cuerpo.
Allá adentro, en mi frente, el árbol habla.

Acércate, ¿Lo oyes?”

Buen domingo. Buena semana. Buenos silencios.