Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 13 de julio de 2014 Num: 1010

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La palabra de
Yásnaya, activista mixe

Ana Paula Pintado

Antropología, contracultura y rock
Miguel Ángel Adame Cerón

La música, el oído
y el silencio

Armando G. Tejeda entrevista
con Ramón Andrés

Rock, literatura
y experiencia

Xabier F. Coronado

Arnaldo Córdova y
La ideología de la Revolución mexicana

Carlos Martínez Assad

Cien mujeres contra
la violencia de género

Esther Andradi

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 

Juan Domingo Argüelles

Hermann Hesse y la poesía

Los grandes escritores han sido siempre, casi sin excepción, grandes lectores, pero especialmente notables lectores de poesía. Lo fueron Montaigne, Hesse, Rulfo y García Márquez, y también Tolstói, Dostoievsky, Proust, Thomas Mann y otros que, aun si no cultivaban ellos mismos en su escritura el género poético, lo frecuentaban y conocían, con la certeza de que el escritor que no tiene un conocimiento profundo del lenguaje esencial está imposibilitado para las grandes hazañas literarias.

Aunque Hermann Hesse comenzó escribiendo y publicando poesía, pronto se dio cuenta de que era mejor lector de poesía que poeta. Leía, con devoción, a Novalis, y bajo el influjo de sus lecturas publicó en 1898 su primer libro, Canciones románticas. No tuvo ningún éxito, y él mismo, que entonces era librero, pudo percatarse de ello. Sedujo a los lectores hasta que publicó sus novelas Peter Camenzind (1904) y Bajo las ruedas (1906), y los convenció definitivamente con Demian (1919), Siddartha (1922), El lobo estepario (1927) y Narciso y Goldmundo (1930).

Narrador espléndido y pensador agudo, Hesse siempre conservó un pensamiento poético de primer orden y una conciencia profunda del valor de la poesía. Escribió, por ejemplo:  “Quien carece de sensibilidad para el verso es seguro que, a la hora de leer buena prosa, también pasará por alto los valores y encantos más delicados de la belleza lingüística.”

Así como hay poetas que no leen narrativa ni ensayo ni filosofía ni psicología ni sociología y a veces ni siquiera poesía a no ser la suya propia, así también hay narradores que no leen poesía ni por equivocación, y por eso es comprensible que escriban novelas y cuentos tan horribles, pues no tienen ni la más remota idea de la estética del idioma. Éste, como ya advertimos, no fue el caso de Hermann Hesse, uno de los grandes escritores universales y uno de los indispensables de la lengua alemana.

No hay duda en la afirmación de Hesse: quien carece de sensibilidad para el verso, seguramente no será capaz de advertir los valores y encantos de la prosa. Y esto es válido no sólo para los lectores en general, sino para los escritores en especial. Uno acaba sorprendiéndose de los lectores y escritores presuntamente muy agudos en el ejercicio de la lectura de los grandes autores, pero que cuando ellos mismos practican la escritura son tan inocentes o tan ridículos que es obvio que no se dan cuenta que lo que escriben es la más acabada contradicción de lo que leen. Están incluso los escritores y lectores que, muy severos, despotrican contra la llamada “literatura light”, pero que cuando escriben no hacen otra cosa que “literatura light”, tan light, pero de veras tan light que uno no comprende si su afición masoquista es darse con una piedra en la boca.

Hesse supo comprender la poesía, leerla con devoción y volcar en su prosa todo lo que había aprendido de la belleza y concentración del idioma. Supo, además, esta enorme verdad: “Los libros de los poetas no necesitan ni de aclaración ni de defensa, son harto pacientes y saben esperar; si tienen algo de valor, la mayoría de las veces viven más tiempo que los que discuten sobre ellos.”

De hecho, vale decir que lo que se denomina crítica de poesía, muchas veces no lo es en absoluto. Se trata de juicios (y de prejuicios), de gustos (y de disgustos), de amistades (y de enemistades) sobre lo que otros escriben. Grandes poetas han sobrevivido a la crítica desfavorable, y muchos malos poetas que recibieron el aplauso y el ensalzamiento de los reseñistas profesionales, hoy no existen siquiera en las páginas de los diccionarios o enciclopedias de la literatura, y nadie tiene idea de si realmente vivieron.

La calidad de la poesía poco o nada tiene que ver con la popularidad o la impopularidad. La popularidad es, con frecuencia, inversamente proporcional a la calidad de un poeta. Hay poetas enormemente populares, que mueven al fervor colectivo, y que pasada su época de moda acaban en el total olvido. La masa no es un buen termómetro de los valores estéticos. Hermann Hesse no se equivocaba tampoco en esto. Sostenía: “Hay pensamientos y sermones colectivos, pero no hay una poesía colectiva.” Y a ello añadía un concepto complementario: “La opinión de que pensar y escribir es aproximadamente lo mismo y de que la poesía debe dar expresión a opiniones filosóficas es un error.” Y concluía con este maravilloso chiste:  “Cuando alguien le pregunta al autor de una buena obra poética:  ‘¿No crees que hubiera sido mejor elegir otro tema?’, es como si el médico le dijera al enfermo de pulmonía: ‘¡Ay, se hubiera decidido usted por un catarro’.”