Opinión
Ver día anteriorLunes 14 de julio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El don de la gramática
L

a nostalgia del futuro que me embarga de manera recurrente es un sentimiento campesino. Lo aprendí en el bosque de Michoacán, caminando por sus veredas, conversando con su gente. Nace de la relación con la naturaleza como el lugar de los hombres. Viene de los ancestros, de la lectura de un espacio vivido por siglos. Se escucha en las guitarras de Ali Farka Touré que navegan por el río Niger contando historias en bambara o caminan por el desierto cantando hasta llegar a Timbuktu. Se lee en el libro de Jemia y J.M.G. Le Clézio, Gente de las nubes, que a través de sus páginas nos encamina por el desierto hacia el valle del Saguia el Hamra, el río Rojo en el extremo sur de Marruecos, para regresar a los orígenes compartidos mientras se piensa en Rumi y su Mathnawi, que ya en el siglo XIII decía: Fuera, la noche fría del desierto/ Dentro, la noche que se enciende, se ilumina./ ¡Que la tierra se cubra con un abrigo de espinas!/ Tenemos para nosotros solos un dulce jardín. O aquello que reza Amantes de Dios, a veces una puerta se abre/ y un ser humano se convierte en el camino/ que la gracia toma prestado para revelarse.

Mientras todo esto siento recorro las páginas de Chipre, de Yorgos Seferis, y caigo en Memoria I, poema escrito en 1953 que nos llega gracias a la versión de Selma Ancira y Francisco Segovia, y que casi comienza así: “…la noche estaba desierta, la luna menguante,/ y la tierra olía a la última lluvia./ Murmuré: la memoria duele ahí donde la toques,/ hay sólo un cielo pequeño, ya no hay mar,/… y volví a mi jardín y cavé un hoyo y enterré la caña/ y de nuevo murmuré: una mañana la resurrección vendrá,/ como brillan los árboles en primavera, retoñará/ la luz del amanecer ”.

Y todo esto se agolpaba en mi ser entero pues el recuerdo de la conversación con Anselmo Equihua en un paraje del bosque de la meseta purépecha de Michoacán, recostado sobre un tronco de oyamel, me hacía volver, me cubría, como música de lejanos cencerros me regresaba a la magia de la palabra que, en un relámpago, todo hace renacer mientras se cuentan las historias.

¿Por qué su padre lo habría escogido a él de entre sus hermanos? Me contaba. ¿Qué don le habría mirado de pequeño para entregarlo a aquel hombre solitario que visitaba la casa para contar historias y hablar del tiempo? ¿Por qué habían decidido que se hiciera pastor? Cada amanecer en la ladera que dominaba el valle traía las mismas preguntas. Las respuestas se elevaban con el mismo misterio con el que se levantó la neblina en su primer amanecer a cielo abierto. Sabía cuán difícil sería concentrar precisamente esas respuestas pues conocía de la dificultad para interpretar la geografía de su alma.

Habían pasado tantos años de aquel día en el que lo entregaron para que viviera en los más alejados parajes, que ya había aprendido a querer a aquel viejo que le enseñó a interpretar la gramática del mundo y a agradecer a su padre por darle el oficio más respetado de la comarca.

Al cabo de tanto tiempo, aprendió a tejerse capas de rastrojo de maíz para protegerse del viento frío y del agua. Supo lo que era unirse con el universo en el momento en el que lograba ayudar a sus ovejas a parir. Supo escuchar los sonidos de los partos de sus ovejas; cuánto tiempo dejarle a sus crías para que las lamieran y con qué luna trasquilarlas. Supo también del trato especial que le conferían los hombres y mujeres de las comunidades de la meseta, de los valles, del bosque.

Se le llegó a considerar un hombre de mucha ciencia con los astros, con las fases de la luna, con el sol… A causa de su soledad, aprendió a ejercitar una precisa observación de los cambios en el medio ambiente y logró llegar a predecir cuándo se venían muy pronto las lluvias, cuándo iba a helar, cuándo caería granizo, cuándo haría mucho viento.

Los signos de sus conocimientos meteorológicos los encontró en animales y en astros. Si los coyotes andaban mordiéndose la cola y corriendo como locos es que iba a granizar; si los tecolotes se pasaban la noche gritando era para avisarle que habría borrasca; si el sol aparecía con manchas raras el año iba a ser muy malo y muy enfermo; si la luna estaba un poco ladeada era señal de que traía mucha agua; si la luna tenía manchas negras las secas serían grandes, pero si los círculos eran blancos caerían muchas heladas. Otra forma de ayudar a que la tierra se enriqueciera era el sistema de majadas que utilizaba el estiércol de sus animales para fertilizarla. Ni qué hablar de la lana. La que cortaba era la más suave, larga y fácil de hilar.

Aprendió a cantar canciones y a contar historias pues todo el que pasaba por el paraje en donde se encontraba se sentía obligado a platicarle algo, y ya sabemos que la historia invita siempre al comentario. A veces, supo encontrar ese lugar en el universo en donde se juntan lo que se ve y lo que es.

Los hombres del entorno de la meseta purépecha de Michoacán celebraban en él la esperanza de recibir una respuesta más segura. Qué bueno que su padre decidió entregarlo a los pastores. Es uno de ellos. Hoy su palabra es siempre una forma de oración.

para don Arnoldo Álvarez, maestro peluquero, michoacano de raíz

Twitter: @cesar_moheno