Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 20 de julio de 2014 Num: 1011

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Crítica y arte
de la inventiva

Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Julio Ortega

Un negro 18 de julio
Rodolfo Alonso

Las lágrimas del
exilio español

Yolanda Rinaldi

Filosofía y psicoanálisis
Germán Iván Martínez

Crónica de un
posible regreso

Juan Manuel Roca

Filosofía, política y
poder: los Cuadernos
negros
, de Heidegger

Ángel Xolocotzi

Aeropuertos
para mariposas

Ricardo Bada

Nacimiento
Nikos Fokás

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Columnas:
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Aeropuertos para mariposas

Ricardo Bada

El azar ha juntado sobre la mesa del cronista, así, de golpe, unas viejas anotaciones sobre su pasión por los cementerios, un poema de Blanka Gijselen y una postal perdida y hallada entre las del templo de Pérgamo, reconstruido en una sala del museo homónimo en Berlín.

Lleva viviendo el cronista casi cincuenta años en Alemania y siempre debe prestar mucha atención cuando habla de cementerios en alemán. Por alguna razón que se le escapa, y si se tercia nombrarlos, en lugar de decir Friedhof (cementerio) tiende a decir Flughafen (aeropuerto). Incontables veces que ha tenido que rectificar después de la primera sílaba, Flug, que significa vuelo. Todas ellas termina recordando el hermoso verso del nicaragüense Carlos Martínez Rivas en honor del “único aeropuerto autorizado para el aterrizaje de mariposas”. Y en último término ¿qué otra cosa es un cementerio sino un aeropuerto de las almas?

Es un cementeriófilo convicto y confeso. Hay algo en los camposantos que lo seduce de un modo irresistible. Más que una atracción es una tentación. No le atraen las cruces, ni las estatuas, ni los desangelados angelotes cagados de palomas, ni tampoco las inscripciones ingenuas (“¡Qué breve es la vida!”) o las admonitorias (“Donde estás estuve, donde estoy estarás”). Lo que le tienta es pasear por encima del pasado, de lo que no tiene vuelta de hoja, mientras alrededor bulle el presente y espera agazapado el porvenir.

Tiene, claro está, sus cementerios preferidos. Y de ellos, entre todos, el de Montparnasse. Pero también los de San Michele en Venecia, el Dorotheen Flug... perdón: Friedhof de Berlín, el de los cadáveres inidentificados que las olas del Mar del Norte arrojaron a las costas de la isla de Sylt, los de Huelva, Sète (“Le cimetière marin”) y Ámsterdam, el de Chacarita en Buenos Aires.

O ése de Viena, con su estela en la que una pareja desnuda se abraza como en un éxtasis levitante: la Vida tomándose venganza de la Muerte, un motivo bien austríaco. Debajo, nada más que estas dos palabras: Un Reencuentro. Y dicho sea de paso, todo un capítulo per se: el del erotismo en la escultura funeraria. La fotógrafa alemana Isolde Ohlbaum le ha dedicado un libro espléndido, repleto de imágenes captadas por su sabia cámara en los camposantos europeos, algunos de los cuales el cronista ha recorrido mirando con sus ojos antes de ese libro, y con los ojos de Isolde luego. Se titula Porque todo placer aspira a ser eterno, verso hondísimo de Nietzsche, y a cada una de las fotos la flanquea un poema: los hay de Bécquer, Unamuno y Gabriela Mistral.

El poema de la antverpiense (o sea: nacida en Amberes) Blanka Gijeselen –se pronuncia Jéiselen– lo encuentra el cronista en una pulcra antología donde se ha traducido todo lo digno de traducirse de la poesía belga contemporánea, tanto valona como flamenca. Se titula “Reencuentro con el amado” (¡una vez más la idea del reencuentro allende la muerte!) y dice así:

Por esta breve hora, la gracia corporal
hará que me consuele pudriéndome
en la tierra
y hará morder más grande a las larvas
que muerdan
desde el ojo a la boca mi cauce lacrimal
porque de todos lados convenceré a tu cuerpo
–¡oh formas que imagino en las
carcomidas tablas!–
cuán olvidadas quedan en este alto eterno
la hora y la pena en que nuestras horas
se separaran.
Que hasta el suelo ha de hacernos sentir
con insistencia
esa llama, ese canto que va y viene
entre ambos.
Quizá una florecilla se abra paso en la tierra,
salga a la luz y un niño la coja dando saltos
Los muertos oirán, aun en su sueño ocultos,
nuestro canto de amor por toda la eternidad
Y los amantes que anden sobre nuestros
sepulcros
dejarán a su paso su condición mortal

Y de la mano del poema, la postal. Una postal que es todo un poema, como suele decirse por voces más autorizadas que la del cronista (que no es poeta ni nada que se le parezca). Una postal que merece un comentario y que acompaña estas líneas:

Sucedió en Roermond, ciudad neerlandesa. Sucedió en tiempos de Napoleón III y Eugenia de Montijo. Exactamente en 1842. La joven aristócrata Josephine de Aefferden, de veintidós años de edad, contrajo matrimonio con un oficial de caballería apellidado Van Gorcum. La joven desposada era católica. Su marido, quien le llevaba once años de edad, era protestante. Y teniendo en cuenta que todavía no se había celebrado el Concilio Vaticano II, la época no era precisamente propicia a los matrimonios mixtos.

A pesar de todo, los Van Gorcum vivieron felices durante casi cuarenta años de matrimonio, treinta y ocho, para ser puntuales. El marido falleció primero, en 1880, y fue enterrado del lado derecho del muro del cementerio, destinado a los no católicos. Ocho años más tarde, lo siguió su viuda. La enterraron del lado izquierdo, destinado a los católicos.

Las tumbas de ambos estaban separadas sólo por el muro, debido a una expresa disposición testamentaria de ambos. Y en otra cláusula habían dispuesto que sus respectivos sepulcros tuvieran mayor altura que el muro del cementerio y que de la parte trasera de cada uno saldrían una mano y un antebrazo que se encontrasen en el aire y sellaran un firme apretón. De piedra. Por lo tanto, incorruptible.

Paseando por el cementerio de Roermond, ese sencillo monumento funerario llega al corazón del cronista. Porque siempre sorprende el espectáculo de un amor tan firme, tan hondo, que hasta superó la barrera (el apartheid) de la discriminación religiosa. Además, y por si fuera poco, una madreselva había nacido a los pies del muro, alzándose ladrillo arriba hasta tapizar de verde el derredor de ambos sepulcros. (Entretanto la han podado para que no dañe el monumento.)

La madreselva, en alemán, tiene un nombre familiar verdaderamente emotivo: se le llama Jelängerjelieber = “cuanto más alto/ cuánto más dure, mejor”. Y el amor de Josephine y su oficial de caballería fue largo y duradero; por eso, a los pies de sus tumbas, creció la madreselva, se abrió paso desde la tierra como la flor en el poema de Blanka Gijselen.