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Ochenta años de Bellas Artes
Q

uisiera recuperar aquí mis primeros recuerdos del Palacio de Bellas Artes. Cuando yo era niña, en la década de los 30, mis padres iban a menudo a Bellas Artes, o por lo menos eso me parecía a mí; iban a escuchar a la declamadora argentina Berta Singerman, a quien mi hermana mayor Lilly, que en paz descanse, imitaba luego, recitando con pasión digna de mejor suerte los poemas de Nicolás Guillén:

¡Mayombe-bombe-mayombé! ¡Mayombe-bombe-mayombé!

Sensemayá, la culebra, sensemayá, sense... Aunque en mi inconsciente suenan más bien como Calambó y bambú, bambú calambó.

El gran Cocoroco dice Tumbuctú...

Berta Singerman los recitaba mucho mejor que yo, con una estridencia lírica inigualable, pero mi hermana Lilly no cantaba mal las rancheras.

En realidad, los recuerdos más nítidos datan de mi adolescencia, época en que mi padre me llevaba –o mejor dicho me arrastraba– a escuchar los conciertos dominicales de la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Carlos Chávez. Mi padre tenía un abono. Sí, el Palacio de Bellas Artes está ligado indisolublemente a mi autobiografía, actividad a la que me he dedicado con fervor estos últimos años, pero también y esto es lo más importante, aunque parezca una frase perogrullo, la historia del Palacio de Bellas Artes es la historia de la cultura del México posrevolucionario.

En Bellas Artes oí por primera vez en vivo la Tercera Sinfonía de Brahms que a decir verdad me aburría solemnemente, a pesar de que una señora muy emperifollada –entonces se iba a Bellas Artes luciendo todas las galas que se guardaban entre semana en el ropero–, repito, una señora muy emperifollada dijo en voz muy alta en el intermedio Me mata la Tercera de Brahms, frase que nunca olvidaré: a partir de ese día me convertí en una ferviente melómana.

En Instinto de Inés Carlos Fuentes enumera a músicos ilustres que por el nazismo vinieron a México y actuaron en el Palacio de Bellas Artes, el violinista polaco Henryk Szering, el vienés Ernest Rhömer, el compositor español Rodolfo Halffter, el pianista búlgaro Sigi Weissnberg y, concluye el párrafo, diciendo: “Es un homenaje al país que recibió a tantos hombres y mujeres que pudieron con facilidad terminar sus días en los hornos de Auschwitz o en el tifo de Bergen-Belsen. En cambio el Distrito Ferderal –y el Palacio de Bellas Artes, agrego yo–, era la Jerusalén mexicana”.

En efecto, yo oí a varios de ellos interpretar o dirigir en Bellas Artes; también al famosísimo director de orquesta rumano Sergiu Celibidache y al pianista húngaro Giorgy Sandor tocando las obras de Bela Bartok. Y last but not least, Wanda Landowska tocaba en su clavecín bien temperado las obras de Juan Sebastián Bach.

En Bellas Artes vi también en esa época a María Félix acompañada por Diego Rivera, seguramente traicionando a Frida Kahlo, ella con un hermoso vestido largo de seda blanca, totalmente descotado; en el cuello, en las orejas, en las muñecas y en los dedos, aderezos de diamantes, y él, de overol, todavía manchado de pintura.

Ese recuerdo me retrotrae a otro, a la visita que Marc Chagall y su esposa Bella hicieron a México en 1942. Por desaguisados ocurridos en la Ópera del Metropolitan, Chagall vino a México ese verano desde Nueva York, ciudad donde el artista y su familia se habían refugiado huyendo de los nazis, con el objeto de diseñar el vestuario y la escenografía de la ópera Aleko de Sergei Rachmaninoff, estrenada en el Palacio de Bellas Artes en septiembre de ese año.

Confeccionado por artesanos y modistos mexicanos, ese material nunca volvió a ser exhibido sino hasta 2013 en que el Museo de Arte de Dallas organizó una retrospectiva de Chagall. Olivier Meslay, su curador, habló de la importancia que para el artista tuvo su estancia en México, le permitió incorporar elementos del arte popular mexicano en obras posteriores, sobre todo en lo que respecta al color. Años después, las piezas volvieron a manos mexicanas, al ser restauradas por la artista Martha Hellion.

Twitter: @margo_glantz