Opinión
Ver día anteriorDomingo 27 de julio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
El juego que no hay que jugar
E

l Fondo Monetario Internacional revisó sus estimaciones sobre el crecimiento internacional y no puede decirse que en el reparto nos haya ido bien. Aparte de corregir sus proyecciones globales a la baja, el fondo redujo la correspondiente a Estados Unidos y, como consecuencia inevitable, la de México, que no será de 3 por ciento sino de 2.4 por ciento en el presente año.

La recuperación estadunidense, celebrada y acotada una y otra vez a medida que suben y bajan las cifras de creación y quema de empleos, no puede sostener un repunte mexicano el cual, además, se ha visto frenado por el pésimo comportamiento de la construcción, que no acaba de reponerse de sus propias dolencias y las que le asestaran los extraños frenos o malos controles aplicados al gasto público en 2013. Para coronar los malos augurios sobre la economía, refiramos a la Organización Internacional del Trabajo, para quien los brotes verdes de la actividad económica no encuentran contraparte en la ocupación, para dar lugar a otro año de recuperación sin empleo.

Si el mundo se dirige o no, y a qué ritmo, a sumirse en una onda larga de desempeño productivo a ras del suelo, es motivo de preocupación en muchos miradores del acontecer global. Si estas tendencias nefastas pueden o no ser contrarrestadas por el relevo del BRICS y compañía, es algo que se espera en muchos lados, pero la realidad es que eso no ocurre de manera tal que pueda en efecto hablarse de una progresiva y sostenida sustitución de los motores actuales de la economía internacional por los que anuncian, de manera bastante desigual por cierto, los datos, las cifras y las iniciativas de los grandes emergentes articulados por el dinamismo chino y su indudable poderío.

De lo que sí podemos hablar con alguna seguridad, sin duda sujeta a muchos pies de página, es de que el mundo no está preparado para encarar una perspectiva de largo agotamiento. No lo están las naciones que pugnan por surgir ni las que lo lograron al calor del largo auge de la posguerra; tampoco parecen estarlo las potencias de entonces y de ahora donde, de mil maneras, los poderes constituidos sufren embestidas brutales de inestabilidad política y mental que esconden conatos múltiples de lucha distributiva que, hasta la fecha, han encabezado los ricos y poderosos y pagado los vulnerables y pobres, cuyas filas han crecido en estos largos y duros años de la post crisis.

Lo que está en un mañana no tan lejano es la extensión del reclamo social agudizado por el conflicto étnico y religioso, cuyas ramificaciones han empezado a ser coreadas por tambores bélicos de diverso pero siempre letal calibre. Mala manera esta de recordar las hazañas de la inmediata segunda posguerra que se concretaron en la formación de la ONU, los acuerdos de Bretton Woods, la consagración del desarrollo como derecho fundamental y global, la independencia y multiplicación de los estados nacionales, etcétera. No es que esa época, cuyas honras fúnebres oficiaron los vencedores con demasiada premura al final del siglo pasado, haya de ser extrañada o ser fuente de nostalgias poco sólidas. El equilibrio de terror fincado en las posibilidades de destrucción mutua y salpicado de mil y un conflictos destructivos nacionales, donde las potencias probaban sus armas y velaban por sus juegos estratégicos, conformó un clima mundial de paranoia e inseguridad que puso contra la pared una y otra vez el discurso de cooperación internacional y apoyo al desarrollo, tejido por las naciones agrupadas en la ONU.

Todo esto implicó un desgaste corrosivo de los de por sí frágiles sentimientos de respeto a los criterios y principios fundadores que recogían las terríficas lecciones de los años 30 y su secuela de autodestrucción guerrera. La producción masiva de armas y su tráfico ilegal o paralegal cerraba al fin de la centuria pasada episodios corrosivos para los estados nacionales, ya sobrecogidos por el poderío del crimen organizado y sus falanges ponzoñosas del tráfico de drogas y personas.

El mundo nunca fue tranquilo y muchas de sus partes no podían verse como habitables. Pero a la vez, el poder de las potencias y sus cálculos de dominio imponían de vez en vez periodos de búsqueda de entendimientos que fueran más allá del chantaje nuclear.

El desenlace de este siniestro gran juego caliente de la guerra fría, inesperado para muchos, llevó a una enorme tragedia humana, histórica y social, de la que no han podido salir las regiones y nacionalidades que sufrieron directamente el derrumbe y no pudieron ir más allá de su celebración inmediata e ilusa. Hoy el mundo asiste a las consecuencias de tal caída sin que nadie pueda apostar a que después de Ucrania o Gaza no vaya a irrumpir otro volcán demoledor como el que asoló a los Balcanes y mantiene sometidas a las tierras que hace muy poco celebraban sus primaveras liberadoras, antes de que la realidad oprobiosa del poder autoritario y arbitrario volviera por sus fueros.

¿Y nosotros? Bien. A la espera de nuevas piezas de vidrio y color que trocar con los poderosos foráneos, mientras se pospone sin fecha de término el inicio del obligado compromiso del poder y del Estado con empresas en verdad productivas y esperanzadoras. Como lo ofreció reiteradamente el presidente Peña en su campaña.

La joya de la corona de las reformas parece a punto de extraviarse en el tumulto oligárquico que ya se ve montado en la cumbre de una abundancia que, ¡ahora sí!, sabremos administrar; para la mayoría, sin embargo, lo que impera es la sensación de que se es testigo de un juego que no es el suyo, como escribiera Adolfo Sánchez Rebolledo en estas páginas.

¿Cuál es el juego, entonces? ¿ Cuál habría que jugar sin caer en las trampas de este tiempo de canallas y especuladores? Nadie parece saberlo. No los partidos y sus dirigencias, pero tampoco las cúpulas del dinero. Por lo pronto, habría que insistir: con los objetivos con que se busca organizar el quehacer del Estado y el desempeño económico, la sociedad no puede caminar bien ni plantearse metas que no pueden verse sino como lejanas. Modernidad e igualdad, digamos, no están a la vuelta de reforma alguna y su alcance progresivo supone mucha cooperación y paciencia, a más de prudencia. En vez de esto se nos ofrece un horizonte, el de las reformas y sus maravillas que, como decían algunos cubanos del socialismo, es una línea imaginaria que se aleja a medida que uno empieza a verla cerca.

Si, en efecto, los gobernantes y sus acólitos están convencidos de que no hay más ruta que la suya, lo menos que pueden empezar a hacer son las cuentas. No es posible que en medio de tanta fanfarria, desde los foros de la salud pública se nos advierta, una vez más, que el compromiso con el acceso universal a la salud tiene que acotarse y reducirse a un paquete básico, que siempre acaba por ser de pobres y para pobres. Como tampoco puede ser que desde los foros de diseño y conducción de la política económica se quiera silenciar el acertado planteamiento hecho hace unas semanas por el jefe de Gobierno del DF sobre el salario mínimo.

Nada de esto debería ocurrir en una democracia donde las voces deliberan y los sentimientos políticos pretenden inscribirse en los lechos profundos de las convicciones y anhelos mayoritarios. El hecho de que así suceda entre nosotros, un día sí y otro también, dice mucho y mal del estado de la nación, sometida a una ola inclemente de vulgarización de la vida pública de la que no pueden sino sobrevenir el hartazgo y el abandono. Y las malas maneras que se nutren de la mala educación.

Este juego debe terminar… y pronto.