Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de julio de 2014 Num: 1012

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Víctima colateral
Víctor Ronquillo

Poesía reciente
de Michoacán

La vida o la bolsa:
ser parisiense o morir

Vilma Fuentes

El zombie como representación
Ricardo Guzmán Wolffer

Historias al margen
del Segundo Imperio

Andreas Kurz

Breve, por favor.
La minificción

José Ángel Leyva

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La vida o la bolsa:
ser parisiense o morir

Vilma Fuentes

Ser un auténtico parisino, o más bien parecerlo, pues en París las apariencias tienen en la calle y en sociedad la primacía, exige disciplina, vigilancia de cada gesto, ingenio y, sobre todo, ligereza. No basta nacer en París para ser parisiense. De todos modos, la época de los Gavroches (magistralmente encarnado en un personaje de Víctor Hugo) queda lejos. Es difícil encontrar, incluso en Montmartre, ese tono de guasa, esa forma del espíritu popular tan bien representado por una Arletty o un Louis Jouvet. Los poulbots que se deslizaban por los barandales de las escaleras han desparecido: los chamaquitos de un pueblo en peligro de desaparición siguen la moda y exigen los zapatos básquets, las cachuchas y los jeans que ven vestir a los actores estadunidenses, vestimentas con las cuales son ametrallados por la publicidad. Sin contar el teléfono celular al último grito de la moda. París, aburguesado, ghetto de clases adineradas, ha hecho emigrar a sus capas populares.

Hoy, el parisiense debe saber escoger sus ropas para cada ocasión. No se asiste a un Salón del Libro o a la Feria de Arte Contemporáneo trajeado y con corbata. Esta última se evita incluso en donde la exigen. Se puede escamotear el ridículo de la corbata con un cuello mao puesto a la moda gracias al esnobismo de un Jack Lang, ministro de la Cultura de Mitterrand. Tampoco se viste de negro cuando se va a un entierro. Ni de blanco ni de rojo, subterfugio rebuscado, si no se quiere pasar por un maoísta en desuso, colmo de un provincialismo retrógrado. El parisino cruza la calle sin ver tráfico de vehículos ni semáforo –la calle es parte inalienable de su territorio. Sin embargo, el pobre Roland Barthes y otros famosos intelectuales han muerto a consecuencias de un accidente al atravesar la calle. Se aconseja portar algún objeto de marca pero sin la marca, no se es hombre sándwich. Debe, sin embargo, portarlo con displicencia monárquica.



Arriba: parisinos, según Toulouse Lautrec.
Abajo; otras versiones contempóraneas tomadas de internet

Son miles los extranjeros que desean darse la apariencia de aborígenes de esta ciudad que los atrae como la luz o la llama atrae una mariposa. Su deseo de conquistarla es un desafío. Convertirse en su rey es su ambición, ¿no deviene, al mismo tiempo, rey de Francia? “París bien vale una misa”, frase de Henri IV al convertirse a la religión católica para reinar en Francia. Luis XIV, en cambio, detestaba París a causa de la humillación sufrida durante su infancia a manos de la Fronda, en esa ciudad –de ahí, en gran parte, el origen de Versalles. Humillación aunada a los celos que le desató la opulencia de su ministro de Finanzas, Nicolas Fouquet, mecenas de dramaturgos, arquitectos, paisajistas, escultores y un poeta inmortal: Jean de la Fontaine. No deja de ser extraño, aunque concebible, que el poder se funde sobre sentimientos bajos y el poder absoluto sobre los más abyectos y ruines. Quizás a causa de este doble origen, el parisiense finge no serlo: extravagante en la ciudad más extravagante, deja lo fachoso estrafalario al rastacuero personaje de La vida parisiense, al pueblerino a quien hace la mira de sus burlas, ese plouc, mezcla de naco y pachuco de tiempos caducos; él, el auténtico parisiense, el único, mira desde lo alto, con una sonrisa socarrona, los vanos intentos de imitación del recién llegado, cuando éste gesticula, ridículo a sus ojos, tratando de imitarlo, su paso, su garbo, su cariz, características inconfundible. Sus frases con las cuales da el golpe de gracia y sus réplicas tajantes, mortales como la puntilla. Unas cuantas palabras, concisas y plenas de significado, densas –dos de las tres exigencias de Pound para escribir poesía. “Esta frase no era demasiado larga para el provinciano”, ironizó Stendhal a propósito de ese lejano extranjero de París, más alejado aún que un extranjero. Ese mismo Stendhal, seudónimo de Henri Beyle, quien muestra en sus novelas sus preferencias por la pasión y la profundidad italianas, quien detesta en París la superficialidad brillante de sus habitantes, escribe: “Las espinacas y Saint-Simon han sido mis únicos gustos durables, acompañados, no obstante, con el de vivir en París y una renta de 100 louis haciendo libros.”

Balzac había escrito el desafío lanzado por el provinciano Rastignac: “A nosotros dos, París”, dispuesto a continuar su relación con la mujer del banquero Nuncingen: hija del abandonado por ella, su padre, a quien sólo Rastignac acompaña a su entierro. Qué importan las traiciones frente a París. Balzac edifica las Escenas de la vida de provincia sobre las pequeñeces, las grandezas de sus personajes, y las de la vida parisina donde describe las miserias y esplendores de cortesanas y parisienses, a veces más pueblerinos que aquéllos de quienes creen reír impunemente. Víctor Hugo conduce al lector de las barricadas a las alcantarillas o a la catedral de París, lugares poblados de héroes desconocidos. Baudelaire nos arrastra, fascinante, por las calles nocturnas de París, iluminado con las chispas de champagne eléctrico de Hemingway. En sus Chroniques Parisiennes, la mirada de Alfonso Reyes mexicaniza esa ciudad: sus textos ofrecen una visión, compartida con su parisiense amigo Valéry Larbaud, que da una vuelta de tuerca a la idea del París de entonces.

Aunque la imagen del parisino ha sufrido la usura de los años, barrida como el polvo por el viento, el mito de París resiste al tiempo. Acaso gracias a esa puerta abierta que ofrece al extranjero encarnar la quintaesencia del parisiense, se siguen subiendo a París –a París se sube, no se baja, dice Balzac por la boca de Rastignac– con el anhelo de conquistarla o, al menos, de verse consagrado por esa ciudad.

En otra ocasión hablaré de los extranjeros en París. De aquellos que se atreven a situar sus personajes entre sus muros, como Cortázar. De quienes reconocen sólo pasar por ella: Elena Garro, Vargas Llosa o Carlos Fuentes. De Octavio Paz o Francisco Toledo. De la aventura de amor y desafío de quienes se quedan a morir. Porque sigo, analfabeta en francés, refugiada en el territorio de mi español mexicano. Pero esto requiere un vasto espacio, aunque pueda trazar algunos apuntes en las páginas de La Jornada.