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Puente caído
I

nsistieron en denominarla urna cuando se la entregaron. De metal, no más grande que una caja de zapatos. Quién dijera, a eso se reducen la estatura, el peso, la complexión y las últimas ropas de una persona. Le aseguraron que abriría fácilmente, si lo deseaba. Confía en que llegado el momento así sea. En el asiento de copiloto, junto con el desatendido teléfono móvil que no deja de emitir los timbres distintivos de llamada, texto, tuit o mensaje de voz, la urna es su única compañía. Maneja en automático, con el ánimo en tan complicado estado que suma cero. Por la autopista la lleva un trance más allá del duelo, el triste cansancio, la irritación. Porque hasta para morirse Mamá se encargó de ponerla a prueba. A todos, pero en especial ella. Rosa para esto, Rosa para lo otro, por años. Necesitó Rosa cambiar de ciudad y vida para quitársela de encima. Hoy suena cruel, le da pena repetirlo, pero era la mera verdad. Sin los mil kilómetros que puso de por medio no hubiera estructurado un ámbito propio libre de culpas, sin sentirse observada ni obligada a resolver asuntos como de pruebas se tratara.

El testamento no representa mayor complicación. Como hija única, Rosa es heredera universal. No que Mamá dejara gran cosa, fuera de unos cuadros de valor y el departamento. Pero las indicaciones que detalló para sus, digamos, funerales, resultan demandantes, tiránicas, típica Mamá. Para empezar, una urna lisa, sin adornos, fue más difícil de encontrar de lo que una hubiera pensado.

Mamá fue de esas gentes que el exilio verdaderamente partió en dos. Los milicos mataron a su compañero, a ella la torturaron horrible, la salvó un milagro diplomático y llegó a México para nunca mirar atrás. Se rehizo, conoció a Martín, de ese conocimiento nació Rosa y a través de ella le brotaron nueva raíces. Muy bonito y ayudador, pero que le pregunten a Rosa cuánto le costó de niña. Luego la adolescencia, un predecible campo de batalla rebosante de insomnios, sexo en rebeldía, drogas y dramas tamaño oficio que le retrasaron la edad adulta. El abandono de Martín cuando ella tenía cuatro años y su casi inmediata muerte en un accidente de motocicleta dejaron a Rosa con todo el paquete de Mamá, quien administró con inteligencia sus neurosis, traumas, mañas y la temática circular de su análisis vitalicio. Una de las actividades favoritas de Mamá eran las sesiones de terapia.

La incineración no representó problema. Se ha vuelto una práctica común que aligera la cuestión del entierro. No hay que comprar un palmo de panteón ni un compartimento en condominio en esas criptas que son el Infonavit de los muertos. Las cenizas se reciben a la salida del crematorio y te las llevas. Hay quien las instala en la casa. Quien como sea las inhuma. Quien las reparte o dispersa. Que si en el mar, una montaña o cierto jardín. Desde un helicóptero o un barco. Dicen que es mala idea nadar en el océano para destapar una urna. Las cenizas se amazacotan con el agua salada, se le pegan a uno y no se quitan fácil del cuerpo. En algún lado leyó que así le pasó al hijo de un gran nadador olímpico cuando fue a depositarlo en el mar. ¿Te imaginas? Ni muerto te lo quitas.

Mamá pidió que sus cenizas se dispersaran desde el puente de Puente de Ixtla, donde decía que se enamoró de Martín al terminar una competencia en el río Amacuzac. Pero eso fue en el año del caldo, las carreteras, las poblaciones y los paisajes han cambiado. Se ve que Mamá no volvió. Su puente ya no está. A Rosa le toma dar de vueltas para estacionarse. Localiza un buen peñasco que asoma sobre el río y se las arregla para subirlo. Parece suficiente para su propósito, lejos del mundanal ruido de la autopista y de la ruta de los peregrinos que van a bailar a Chalma.

Mentira que se abra con facilidad la urna. Se trabó o algo. Rosa tiene que regresar al coche para aflojar la tapadera con martillo, desarmador, y el calorazo. Resuelto el contratiempo vuelve al peñasco, que treparlo tiene su gracia con las manos ocupadas. Se encarama en una saliente y abre la cosa. Contiene un polvo grueso, entre negro y gris, como era el pelo de Mamá. Lo que queda de sus huesos, piensa.

Agita la urna, la voltea de un lado al otro y suelta el concentrado de huesos. En ese instante cambia la dirección del viento. Las cenizas que ya se alejaban regresan y rodean a Rosa sin tocarla, se elevan como nube por los aires y adoptan la forma de una golondrina volando. Se van. Suben, bajan hasta tocar las crestas del río y se disuelven yéndose, como quiso Mamá.

Rosa respira hondo, satisfecha de haberlo hecho bien. Por una vez, y Mamá no está para comprobarlo. Suspira. La invade el sobrecogedor cariño del perdón. Ahora: la urna vacía. En pocas horas, fierro viejo. Con lo cara que salió. Ni modo de botarla aquí, contaminaría la deteriorada naturaleza. Habrá que llevarla de vuelta a la ciudad y dejarla en un tiradero de fierros para que la reciclen. Pueden sacarle llaves, tornillos.