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Ante dos espadas
H

ace unos días pasó por mis manos un ejemplar de la Gaceta de México, el del jueves 25 de abril de 1811, en el que se dio la gran noticia que ya circulaba con grande algaraza entre la encumbrada población de algunas ciudades de la Nueva España. En unos parajes cercanos a Monclova las fuerzas realistas habían obtenido, sin disparar un tiro, el prestigioso botín de 27 cañones, más de quinientos mil pesos en atajos de plata acuñada y, sobre todas las cosas, fueron hecho prisioneros 893 insurgentes entre los que se contaba como “grande y estimable presa… a los principales jefes que promovieron en el reino la escandalosa insurrección que lo ha devastado”: Ignacio Allende, Mariano Jiménez, Juan Aldama y, por supuesto, Miguel Hidalgo.

De un solo golpe, en las Norias de Acatita de Baján, la crema y nata de los caudillos de la independencia de México fue capturada y reducida a la nada. Cuentan quienes lo vieron que Miguel Hidalgo se tomó las cosas con calma y que nunca perdió el tranquilo humor con el que siempre se relacionaba con la gente. Una vez más, con ese buen talante, el cura de Dolores decidió enfrentar a su destino.

Fue así como Miguel Hidalgo y Costilla siempre estuvo pensativo mientras era conducido a Chihuahua como el cabecilla y más preciado prisionero del ejército insurgente. Durante las 27 jornadas que duró el trayecto desde las Norias donde fue aprehendido, su temple tranquilo y firme llamó la atención de compañeros presos y soldados realistas. Quizá comparaba el árido paisaje que sus ojos veían con el suave color verde de sus rumbos del Bajío. O quizá un sentimiento apacible embargaba su rostro porque, a seis meses de haber llamado a luchar por la independencia, contaba con la seguridad de que, para esas fechas de 1811, ya toda la nación está en fermento. Y es que tenía noticias sueltas que le permitían sonreír en sueños: José María Morelos había iniciado la lucha en la Tierra Caliente michoacana, Guadalupe Victoria lo había hecho por los rumbos de Veracruz, Pedro Moreno tenía levantado a los Altos de Jalisco, Andrés Quintana Roo, su esposa Leona Vicario y los Guadalupes organizaban la insurgencia en la ciudad de México, Ignacio López Rayón ya luchaba en la región de Zitácuaro.

Al llegar todos los presos a Chihuahua, de inmediato se les inició un juicio. Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez fueron condenados a muerte por traición y por tal consideración se les fusiló por la espalda y se les decapitó públicamente en la Plaza de los Ejércitos de esa ciudad norteña. Mariano Abasolo se salvó de la muerte gracias a las llorosas súplicas de su esposa y se le condenó a prisión perpetua en España, donde murió cinco años después.

El caso de Miguel Hidalgo era más complicado. Dado su fuero sacerdotal debía de dar cuenta de sus actos ante dos majestades, ante dos espadas: la de dios y la del rey. Las leyes de la iglesia y las del reino tenían que juzgarlo. Dada su doble condición de traidor la sentencia fue la muerte.

En su excomunión ya se le había condenado a que “sea maldito en vida y muerte, sea maldito en todas las facultades de su cuerpo… comiendo y bebiendo, ayunando, durmiendo, sentado, parado, trabajando, descansando, sangrando…” Allí también se pedía que el hijo de Dios viviente con toda su majestad le maldiga y que los cielos con todos sus poderes que lo mueven se levanten contra él, le maldigan y lo condenen. De allí que se le haya degradado de su condición sacerdotal raspándole las manos y las yemas de los dedos con un cuchillo diciéndole: te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción. Se le despojó de todos sus ornamentos diciéndole: te desnudamos de toda orden, beneficio y privilegio clerical por ser indigno de la profesión eclesiástica. Se le cortó también el pelo para desaparecer la tonsura mientras le decían: te arrojo de la suerte del Señor, como hijo ingrato y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdocio, a causa de la maldad de tu conducta.

Todo ello ocurrió el 29 de julio de 1811. Al día siguiente la majestad del poder terreno estaba lista para ejecutar la condena de ejecución por profesar y divulgar ideas exóticas; por disolución social al pretender independizar a México del imperio español. En consecuencia, por traidor a la patria. Dicen que Miguel Hidalgo amaneció tranquilo y hasta bromista ese 30 de julio. Por consideración a su ejercicio sacerdotal la ejecución no fue pública y no fue fusilado por la espalda sino de frente, a pecho descubierto. De la decapitación no se salvó.

Por orden expresa de Félix María Calleja las cabezas decapitadas de Allende, Aldama, Jiménez e Hidalgo fueron enviadas de regreso al Bajío. En San Miguel el Grande fueron recibidas en el atrio del convento de las monjas concepcionistas por las amorosas manos de las religiosas, quienes las limpiaron y las prepararon para que continuaran con su periplo condenatorio: habían de ser colgadas en jaulas de hierro en las cuatro esquinas de la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato para que recibieran el escarnio popular. Allí estuvieron diez años hasta que en 1821 fueron tratadas cono reliquias de la nación mexicana y sus dueños fueron declarados Beneméritos de la Patria.

A partir de ese momento Miguel Hidalgo comenzó a ser el sujeto de un crisol de encendidas hagiografías que convergieron en la versión de su vida y de su obra que nos legó Vicente Riva Palacio. Esta visión fundacional de Hidalgo como el hacedor de la nación prevaleció durante más de un siglo hasta que llegó Jorge Ibargüengoitia quien, en 1982, nos regaló a los mexicanos, en Los pasos de López, versión del cura Hidalgo de carne y hueso, lleno de pasiones, defectos y virtudes. A esa me atengo. A esa los invito para conmemorar, este 30 de julio, los 203 años de su muerte.

Twitter: @cesar_moheno