Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 3 de agosto de 2014 Num: 1013

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Actuar: un acto
de generosidad

Antonio Riestra entrevista
con Naian González Norvind

Nomenclaturas urbanas
Ricardo Bada

Onetti, a veinte años
Alejandro Michelena

El recuento de los
cuentos de Onetti

Alicia Migdal

Onetti y Los adioses:
lecciones para un
lector cómplice

Gustavo Ogarrio

Matemáticas,
redes y creencias

Manuel Martínez Morales

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
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Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 
 

Hugo Gutiérrez Vega

Un vistazo a los cincuenta (I DE II)

En 1950 el país crecía y tomaba un camino abiertamente capitalista. Habían pasado el corporativismo callista y el peculiar socialismo cardenista. En lugar de Mújica, el candidato lógico para la continuación del proyecto cardenista, había entrado a la presidencia el conciliador y bonachón general Ávila Camacho, que luego entregó el poder a Miguel Alemán. Éste no se anduvo por las ramas y, de plano, nos colocó en la “ruta del progreso” del capitalismo. Ya sin pudor alguno se estableció la relación financiera con Estados Unidos y, por un lado, creció la clase media (esto se puede ver en las películas de la época), el proletariado avanzó poco y el lumpen sobrevivía como Dios y la fortuna se lo permitían.


María Félix en 1950

Ciudad de México adquiría unos titubeantes aspectos cosmopolitas que se hacían notar en el Hotel Reforma y en cabarets como El Patio. Los capitalinos andaban de sombrero, guantes y bastón. En el invierno sacaban a relucir sus nuevos abrigos, mientras las damas ostentaban sus pieles venidas de Rusia y de los países del norte. Hay fotos de María Félix ataviada con un abrigo de visón en su primera fila de la plaza de toros. A su lado se veía, con cierta dificultad, la figura paliducha y esmirriada del músico-poeta, compositor dueño de un peculiar modernismo. El equipo del presidente Alemán trabajaba eficazmente y codo a codo con las compañías gringas, y se enriquecía impúdicamente mostrando coches, pieles, señoras entretenidas, anillos con diamantes, pesados relojes y otras muestras de riqueza y de gusto rastacuero.

Caminábamos por esa calle de nombres cambiantes: Niño Perdido, San Juan de Letrán, y sentíamos el palpitar del crecimiento de una pequeña burguesía que rentaba sus casitas en las viejas colonias de la Roma y la Condesa y se aventuraba por distintos rumbos del Valle, creando zonas residenciales nuevas que se mantenían dentro de los cánones del art dèco y del funcionalismo. Los políticos ricos (que eran casi todos) crecían hacía Las Lomas y construían sus enormes casas en el estilo colonial californiano o, como decía Salvador Novo, en el barroco avilacamachista: pórticos de iglesia, ventanas llenas de decoraciones vagamente coloniales, salas con escaleras historiadas y vestíbulos de hotel de lujo. Ahí se filmaban las películas que tendían a mostrar el cosmopolitismo recién nacido y, años después, en una de esas casotas híbridas Buñuel filmó El ángel exterminador. Muchos de los hijos de los políticos revolucionarios se habían casado con las frágiles muñecas del muerto, pero vivo, porfirismo. Iban a París o a Nueva York y de ahí traían las últimas modas. Las películas eran un esfuerzo, casi siempre fallido, para demostrar que el país progresaba a pasos acelerados y estrenaba un buen gusto de corte europeo o neoyorquino. Podemos compararlas con las viejas películas de Camerini conocidas con el nombre génerico cine de teléfono bianco.

El bazarista andaba en los dieciséis años y pasaba temporadas en la capital, en el apartamento de un tío solterón amable y sentencioso. El viejo había tenido dineros y los había dilapidado con coristas de los teatros de moda y en un romance con una vedette de origen cubano que lo dejó en la pobreza y lo obligó a trabajar de nuevo como gerente de una farmacia de moda. Caminaba deslumbrado por San Juan de Letrán, compraba con una sonrisa tímida y cómplice mi revista Vea, que en sus páginas de color sepia mostraba desnudos completos. Compraba además la revista Ja-Já (hago el recuerdo de Alberto Huichi y de otros cartonistas de planta en la revista, que oscilaba entre la comicidad y la exuberancia de los dibujos femeninos). Entraba a la Librería Zaplana y ahí me quedaba por un largo rato recorriendo los mostradores, haciendo cuentas, casi siempre optimistas, y separando los libros que más me interesaban. Sobre don Andrés Zaplana, su amor por los libros y los lectores hablaré en el próximo bazar.

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