Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 17 de agosto de 2014 Num: 1015

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Leer en la voz materna
Alfredo Fressia

González Suárez y
Higgins: la hipérbole
como derivación

Ricardo Guzmán Wolffer

Álvarez Ortega, el poeta español más europeo
Antonio Rodríguez Jiménez

La escritura como
válvula de escape

Ricardo Venegas entrevista
con Elena de Hoyos

El vuelo de la guacamaya en Playas Tijuana
Alessandra Galimberti

Sergio Galindo entre
el delirio y la belleza

Edgar Aguilar

El Bordo (fragmento)
Sergio Galindo

Medio siglo de rock
Miguel Ángel Adame Cerón

La profundidad
del cielo austral

Norma Ávila Jiménez

Desarrollo
Titos Patrikios

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
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Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Verónica Murguía

En defensa de la compasión

Por razones misteriosas, a mi madre le disgustaban las manifestaciones de compasión. Paradójicamente, fui testigo de cómo podía ser solidaria, sensible y generosa. Sin embargo, la expresión verbal de la piedad la irritaba. “Pobres los estreñidos” replicaba cuando oía que alguien expresaba lástima o misericordia. La verdad es que la frase que mi madre usa todavía es más colorida, pero el significado es algo como “ay de aquél cuyos intestinos tienden a la pereza”. Lo demás: ruina económica, enfermedades –con la notable exclusión del estreñimiento–, persecución política o marginación podía ser problemático, pero no digno de lástima.

“No lo pobretees“, decía si alguien manifestaba pena por, digamos, un pariente feúcho. “No frieguen, no me estén pobreteando”, nos dijo el día que rodó por las escaleras del banco y quedó con la frente sobre el zapato del policía de la entrada y la muñeca izquierda rota.

Sospecho que esa repugnancia por la manifestación verbal de la piedad tiene sus orígenes en la evidente hipocresía de muchas personas que han convertido la compasión en una bandera, pero a las que les falta en el corazón lo que les sobra en la boca. Pienso en Marta Sahagún o en Serrano Limón, famosos sepulcros blanqueados que se han gastado el dinero destinado a los necesitados en propiedades, botox y tangas.

Mi madre fue educada en un internado de monjas en el que parece que reinaba una superiora con un corazón más duro que una pedrada. Yo no sé. Lo que me queda claro es que el mundo ha alcanzado a mi madre (quien modificó su postura) y ha ido más lejos: la palabra piedad es vergonzosa y el sentimiento, peor.

Hay una frase peyorativa en inglés que sirve para nombrar a las personas compasivas: bleeding heart, corazón sangrante. Yo soy uno. Y además suelo consultar el diccionario, así que me asomé para ver qué decía. La definición de “corazón sangrante” es “aquél que siente pena por todos y todo, y que se da a las emociones con facilidad”. Suena como una monserga. Pero ojo con los “sinónimos”: liberal, comunista y políticamente correcto.

Es fácil entender por qué el término “políticamente correcto” es sinónimo de hipócrita. Vuelvo a Martita Sahagún: de ella fue la iniciativa de convertir el Instituto Nacional de la Senectud en el Instituto Nacional del Adulto en Plenitud, para que los ancianos no se ofendan por el término senectud mientras hacen cola para recoger sus escasas pensiones. Martita también decretó llamar a los niños de la calle, “niños en situación de calle”, como si alargar el término les diera con qué taparse mientras ella se acaloraba bajo sus abrigos. Es decir, lo políticamente correcto no ha pasado de ser un superávit de eufemismos y los sentimentales de profesión son cooptadores del sufrimiento ajeno. Uno de los estereotipos teatrales es el sentimental egoísta que llora para atraer la atención. Ser compasivo no es ser bueno, tampoco, porque la bondad se debe demostrar con acciones.

Pero hay, quizás, un falsa disyuntiva: la del sentimiento contra la razón. Para conocer a fondo un problema, no bastan los sentimientos solos o la pura razón.

Estos falsos antagonismos se han filtrado en cada una de nuestras conversaciones con aquellos que no piensan como nosotros: eres sentimental o tonto, dice uno, y el otro le responde: eres indiferente o tienes ética.

Los más vulgares son éstos: si eres feminista, odias a los hombres; si eres de izquierda, eres hipócrita. Según ellos, sólo la gente de derecha ve la realidad. Y como la entiende y sabe que es inútil tratar de cambiarla –pues la Historia enseña que los ideales más justos han sido pervertidos por la ambición–, sólo los ingenuos son capaces de sentir compasión. Hay que ser blasé y encogerse de hombros ante la violencia.

Si eres religioso, eres un ingenuo fanático y simplificaciones brutales parecidas. Si amas a los animales, tienes que escoger: o ellos o la gente (éste me parece especialmente molesto, porque suele hacer su aparición en sobremesas variadas). Y la cereza del pastel: la compasión y la inteligencia se excluyen mutuamente.

Yo quiero pensar que es al contrario: que la compasión es una forma sofisticada de la razón, pues supone el ejercicio de la imaginación y del valor. De la imaginación porque permite intuir la situación del otro. Y del valor, porque me parece mejor actuar de buena fe y equivocarse, que no hacer nada y poner cara de bagre.