Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de agosto de 2014 Num: 1016

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El libro artesanal
y su valor humano

Edgar Aguilar entrevista
con Iván Vergara

México en las cartas
de Cortázar

Ricardo Bada

El día en que menos
nos esperan

Antonio Valle

La dimensión poética
de Cortázar

Xabier F. Coronado

A cien años de
la Gran guerra

Annunziata Rossi

Una cita en
Montparnasse

Esther Andradi

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Orlando Ortiz

¿Y ahora es distinto?

Entre los muchos artículos, crónicas, ensayos y en general textos de carácter periodístico, Ignacio m. Altamirano escribió uno titulado “Honra y provecho de un autor de libros en México”. Calculo que data de fines del siglo XIX. La ironía y el humor de este autor, vena que ha sido estudiada muy poco, campea a lo largo del texto. Inicia contándonos que un su amigo, afecto a escribir y publicar libros, le expuso en cierta ocasión que en México ya había pasado el tiempo en que los escritores tenían que ser poco menos que esclavos de editores y periódicos; al haber paz y una situación social y política estable, los escritores podrían publicar ellos mismos sus libros; ya no habría necesidad de enviarlos a España o Francia, o de entregar sus infolios a editores que jamás retribuían de manera justa al autor.

En ese momento, exponía el hombre amigo de Altamirano, el escritor podría publicar sus novelas o libros de ciencias e historia en el país, y venderlos a mejor precio que los editores, y con ello se fomentaría la lectura y la venta de libros, cosa que repercutiría en un buen ingreso para los escritores. ¡Llegaron los tiempos de auge para los pendolistas! No se podía decir que fuera a hacerse rico –como Pérez Escrich, en España, o el historiador Prescott, en Estados Unidos– pero sí ganaría lo suficiente para vivir con dignidad y cómodamente. Y lo mejor era que terminarían los tiempos en que los autores estaban sometidos a los abusos de impresores, editores o libreros.

Le expuso su plan, le habló de costos y precios y los resultados serían increíbles. ”Ya habían pasado los tiempos en que Cardoso, Ramírez y Payno escribían por veinticinco pesos en casa de Cumplido y en que los poetas pobres y novelistas […] se imponían privaciones horrorosas a fin de ver publicados en tomos sus versos o sus novelas que, por supuesto, no les traían provecho ninguno fuera del gusto de ser leídos”, puntualizó aquel autor. Al despedirse rebozaba de entusiasmo.

Altamirano quedó pensativo. La idea parecía convincente y aunque algo le decía que eran números alegres los que hacía su amigo, no dejaba de entusiasmarlo el hecho de que finalmente un escritor mexicano pudiera vivir del producto de sus libros. (Supongo que los 25 pesos que el editor e impresor más destacado del siglo XIX, Ignacio Cumplido, pagaba a Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto, era mensualmente, no por artículo o crónica que le entregaran.)

Pasaron los meses y Altamirano recibió un libro del susodicho. Pensó en presentarle personalmente su agradecimiento y de pasada preguntarle los pasos a dar para publicar un libro de historia de México que pensaba le redituaría algún beneficio.  Fue recibido con entusiasmo hasta que se le ocurrió hacer las preguntas, recordándole previamente los buenos augurios para los escritores que le había planteado en ocasión anterior. Entonces, el autor puso cara de circunstancia y con voz grave le respondió que se había equivocado. El experimento había sido un fracaso, pues “los editores tienen secretos que nosotros no poseemos. La suerte es una coqueta que no sonríe sino a los dueños de imprenta”. En seguida le narró las peripecias realizadas y costo pagado para preparar el manuscrito, mismo que posteriormente llevó a un impresor, sólo para comparar con lo que él iba a invertir. El impresor evaluó el manuscrito, hizo algunos cálculos y concluyó que era un libro muy caro y no le convenía, ni a él ni a su autor imprimir. Protestó, pero el impresor lo calló de la siguiente manera: “¿Cuántos ejemplares cree usted que vendió el ilustre Orozco y Berra de su Geografía de las lenguas de México, obra preciosa y única en su género? ¡Pues en el espacio de diez años vendió trece!”

Él, empecinado, a pesar de la advertencia lo publicó por su cuenta e hizo un tiraje de mil ejemplares. Entonces se topó con el siguiente problema: los libreros no se los compraban y todos, amigos y enemigos, conocidos y desconocidos querían un ejemplar, pero regalado. El caso es que de lo invertido en la publicación, virtualmente no recuperó nada. Altamirano, ante el panorama pintado por su amigo decidió quedarse con su manuscrito, a lo cual comentó el aludido: “Bien hecho; algún día en el siglo XXV valdrá algún dinero, como el manuscrito de Cuautitlán.”

El texto vino a mi memoria porque, para mí, el oficio –profesión, arte o lo que sea– del escritor en México sigue siendo una tarea poco o nada redituable. Ya en alguna parte Rubem Fonseca escribió que tal vez lleguen a terminarse los lectores, pero siempre habrá masoquistas… perdón, quise decir quien escriba.