Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 24 de agosto de 2014 Num: 1016

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El libro artesanal
y su valor humano

Edgar Aguilar entrevista
con Iván Vergara

México en las cartas
de Cortázar

Ricardo Bada

El día en que menos
nos esperan

Antonio Valle

La dimensión poética
de Cortázar

Xabier F. Coronado

A cien años de
la Gran guerra

Annunziata Rossi

Una cita en
Montparnasse

Esther Andradi

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 
Tropas británicas durante la batalla del Somme, con más
de un millón de muertes en cinco meses. Frente occidental
de Francia, 1916 Foto © Getty Images, fuente: www.bl.uk
A cien años de la Gran guerra

Annunziata Rossi

Este año, para ser precisos el 28
de julio, se cumplió el primer
centenario de la declaración de
guerra de Austria a Serbia, hecha
esta última responsable del
asesinato del príncipe heredero
del Imperio Austrohúngaro, que
dio lugar a la primera guerra
mundial. De ser una guerra-relámpago, según las intenciones de los imperios centrales, el conflicto se prolongó cuatro años, propagándose por toda Europa y determinando, en l917, la intervención de Estados Unidos, decisiva para la derrota de los imperios centrales y la Finis del Imperio Austrohúngaro.

La afirmación de que la Gran guerra, como se le llama todavía a la primera guerra mundial, cayó de manera inesperada en el mundo europeo, se ha vuelto un lugar común. Sin embargo, no es así. El golpe de revólver disparado por un estudiante anarconacionalista, que en l914 truncó en Sarajevo la vida del príncipe Francisco Fernando, último de la dinastía Habsburgo, no podía ser una sorpresa, ya que en 1908 la anexión autoritaria de Bosnia y Herzegovina por parte de Austria había intensificado la rebelión del movimiento nacionalista de los países balcánicos. Es cierto también que los decenios anteriores a la primera guerra no fueron los del “mundo seguro” presentado por Benedetto Croce o Stefan Zweig. Al contrario, en el panorama de finales del siglo XIX, en el que se conoció el triunfo del imperialismo, Europa vivió años de convulsión y de conflictos entre sus naciones, sobre todo entre Alemania, que practicaba libremente el dumping, y el Reino Unido, rivales por la hegemonía económica y política dentro del continente y la conquista de los mercados mundiales.

No obstante, durante los cuarenta años que antecedieron a la guerra, Europa había gozado de una larga paz interna, iniciada exactamente a partir de la guerra franco-prusiana de 1870-1871, que terminó con la derrota de Francia y su pérdida de Alsacia y Lorena. En todos esos decenios el equilibrio político europeo se mantuvo siempre en la cuerda floja, entre alianzas, pactos, rivalidades y discordias; era un equilibrio amenazado, además, por el pangermanismo de Guillermo II y la creciente militarización de Prusia, así como por el movimiento anarquista que se ensañaba dondequiera en el continente, con sus atentados que dejaron víctimas entre gobernantes y políticos (para dar ejemplos, el asesinato del presidente francés Sadi Carnot en 1894, y del socialista Jean Jaurès en 1914). Hay que añadir las huelgas, las revueltas y las consiguientes masacres cometidas por los gobiernos, sin olvidar el exterminio entre 1893 y 1896 de trecientos mil armenios perpetrado por Turquía, seguido, en 1915, por otro de más de setecientos mil, el primer genocidio del siglo XX. Por último, y no menos importante, a caballo entre los dos siglos, el affaire Dreyfus –proceso y condena del inocente judío Dreyfus– que dividió en dos a Francia, entre dreyfusardos y antidreyfusardos, y encendió el nacionalismo ya latente.

Mientras tanto, continuaba sin solución el problema social que impulsó las emigraciones en masa –un verdadero éxodo– de las clases desheredadas hacia América. Que la situación de esos decenios fuera peligrosa lo presintió la narrativa de aquel tiempo, en la que profundiza Philippe Chardin en su libro Le roman de la conscience malheureuse. Estas narraciones no se limitan a ser un “espejo del tiempo”, muchas de ellas van más allá: son anticipaciones e incluso una prefiguración de la tragedia que vivirá Europa en la primera mitad del siglo XX. Ejemplo: La montaña mágica, escrita entre 1912 y 1924, de la que su autor Thomas Mann afirma que “probablemente los hombres del futuro vislumbrarán en ella un documento de la psicología moderna y de los problemas espirituales del siglo XX”. Lo mismo afirmará Ernst Cassirer en su Antropología filosófica: la literatura es la mejor revelación de la vida interior de la humanidad, y las obras literarias los mejores documentos para conocer al hombre.


Soldados británicos de la 55 división afectados por el gas, 1918.
Fuente: wikiwand.com

Estos decenios que hemos visto, tan inquietantes desde el punto de vista social, político y también humano, conocieron, sin embargo, un florecimiento artístico y cultural asombroso: descubrimientos científicos –como la teoría de la relatividad de Albert Einstein o el psicoanálisis de Freud– e innovaciones técnicas que aumentaron el nivel de la vida en general. Dentro del campo del arte y de la literatura nace un gran interés hacia la urbanística y géneros nuevos, así como medios de comunicación, por ejemplo, el teléfono, el metro subterráneo, el avión, el automóvil, el fonógrafo, el cine, la fotografía y el diseño gráfico e industrial. Además, en los dos primeros decenios del siglo XX se alternan las vanguardias históricas que rompen con el pasado y la tradición clásica: el futurismo de Tommaso Marinetti con su culto del mundo de las máquinas, el cubismo de Picasso y Bracque, la influencia de la escultura negra y de las artes ”primitivas”; luego, el surrealismo y el expresionismo. En la creación de este enorme patrimonio, variado y deslumbrante, participa toda Europa, norte y sur, unánime para superar la antinomia entre Espíritu clásico y Espíritu romántico, para crear un arte europeo. Faro y capital fue la espléndida París.

La primera guerra mundial estalló en un bello día de verano de 1914, poniendo fin a los años febriles de euforia de la Belle Époque, con su can can y su intensa vida nocturna inmortalizada por Toulouse Lautrec en el célebre cartel Moulin Rouge, los ballets de Diaguilev en Paris, les jeunes filles en fleur y las sofisticadas damas, los personajes excéntricos y los dandis como Robert de Montesquieu (retratado por el italiano Giovanni Boldini en un célebre cuadro, Retrato en gris), quien sirvió de modelo a Huysmans para su protagonista Des Esseintes, y a Marcel Proust para su barón Charlus. La exaltación por las invenciones a rienda suelta de la ciencia, que aumentaban el confort y los placeres de la clase media y alta, la mantenían en constante efervescencia. La guerra borró de golpe las ilusiones de esa vie en rose y reveló, detrás de la fachada efímera de la Belle Époque –de esa “superficie lisa como aceite”, como la llama Robert Musil–, los problemas que minaban las sociedades europeas.

La primera tuvo un impacto psicológico mayor que la segunda guerra mundial (1939-1945), y perdura todavía en el imaginario colectivo como la Gran guerra. Fue una guerra sui generis, una guerra “de posición” con respecto a las anteriores y tradicionales de “movimiento”, en las que los ejércitos se enfrentaban en campo abierto. No fue sólo la nueva estrategia la que la hizo única, sino la introducción de nuevos instrumentos bélicos: gases asfixiantes, lanzallamas, submarinos y bombardeos aéreos. De guerra-relámpago de unas cuantas semanas, se tornó en guerra agotadora de resistencia que duró más de cuatro años. Fue una guerra combatida desde las trincheras: largas excavaciones en la tierra donde los soldados vivían amontonados en el lodo, expuestos día tras día, y durante años, a la furia de la lluvia y a la inclemencia del sol, atormentados por los piojos, las chinches y las ratas, acompañados por los cadáveres en putrefacción de sus compañeros, en condiciones higiénicas que propiciaban frecuentes epidemias. De frente, a una distancia de cien a cuatrocientos metros o mil, se extendían las trincheras enemigas. Para dar una idea de sus dimensiones, Alemania llegó a excavar una trinchera de alrededor de 765 kilómetros que, desde el Mar del Norte, pasando por los países neutrales ocupados, se prolongaba hasta Francia.

Fue también una guerra de desgaste que inauguró la edad de las masacres y conoció la primera muerte masiva organizada por el Estado: trece millones de muertos. La guerra de Napoleón contra Rusia, que había sido la más cruenta hasta 1914, había costado 400 mil muertos, y sólo en la batalla de Verdún, de l916, hubo un millón de muertos. La conflagración de la primera guerra mundial, según el eminente estudioso del nazismo George L. Mosse, indujo en los decenios posteriores una “brutalización” generalizada en la vida europea. Sin embargo, con el paso del tiempo surgió en torno a ella un halo romántico. En su libro Las guerras mundiales, Mosse explica cómo el mito de esa terrible experiencia entró en la esfera de lo sagrado e influyó en la memoria y en las posiciones políticas de la mayoría de los pueblos europeos.

La guerra desde las trincheras generó otro fenómeno nuevo, que repercutió en los acontecimientos sociopolíticos de la posguerra: un fenómeno que podemos llamar de “ligación afectiva” que une a la masa: un fuerte sentimiento de camaradería, fraternidad y afecto entre los soldados, quienes compartían los mismos sufrimientos, y que a diario veían caer muertos a sus compañeros. La guerra los unió con un sentimiento que borró las divisiones de clase que siempre habían existido en el ejército y los mantuvo unidos, en el bien y en el mal, también en los decenios sucesivos. La guerra fue, en fin, la superación del yo en nombre de los sentimientos colectivos. De hecho, terminada la guerra y después de la desmovilización del ejército, muchas fueron las agrupaciones de excombatientes que continuaron luchando juntas, por ejemplo los Arditi e Irredentisti en Italia (con D’Annunzio), y los Free Korps en Alemania (de cuyas filas surgirán muchos nazis con cargos importantes, como Heinrich Himmler y Rudolf Höss). La tendencia al agrupamiento llevará a la formación de una masa pasional (Julien Benda) y, con ella, a la participación de los intelectuales en la pugna que agitará a Europa entre liberalismo y totalitarismo.

Al finalizar la guerra, una ráfaga autoritaria sacudió a todo el continente europeo, lo mismo a vencedores que a vencidos. La primera posguerra será, como dice Julien Benda (La trahison des clercs), la edad de las grandes pasiones políticas, que llegarán a un nivel de fanatismo nunca antes conocido. “Hoy –escribe el escritor francés en 1927– podemos decir que no hay alma que no esté tocada por una pasión o de raza, o de clase, o de nación, y a menudo por los tres.” Luego concluye: “El patriotismo es hoy la afirmación de una forma de alma contra otras formas de alma.” En pocas palabras, el nacionalismo como xenofobia.

En este clima triunfa, en 1922, el fascismo en Italia y, a la distancia de once años, el nacionalsocialismo en Alemania, cuyas guerras dejarán el continente europeo en ruinas.