Opinión
Ver día anteriorLunes 25 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La modernidad tecnocrática
E

l gobierno de Enrique Peña Nieto está invadido y tragado incluso por la modernidad tecnocrática, que se originó cuando menos hace un siglo y apareció como categoría política desde que Max Weber habló de la burocracia, y antes Mosca, Pareto y Michels de los técnicos y especialistas como clase de la dominación y dirección del Estado moderno.

Más tarde James Burnham, en su clásico The managerial revolution (1941), llevó la idea a una elaboración más radical: en la era moderna desaparecerían los intereses de los propietarios, de los partidos políticos y de las ideologías para concentrase las decisiones de los gobernantes en el aspecto puramente técnico de los problemas, despojadas de cualquier contaminación irracional de intereses. De hecho, sostiene Burnham, la nueva clase dominante sería la de los managers, pero no en el sentido de la dominación de unos hombres sobre otros, sino en el sentido del dominio sobre las cosas que ejercerían los expertos y administradores adiestrados, que tomarían sus decisiones en función de la maximización de los recursos en cada sector o en cada organismo. La administración sustituiría a la política y los políticos quedarían desplazados por los técnicos que sí saben, y que toman las decisiones por razones objetivas y necesarias, sin preferencias ideológicas o partidistas. Naturalmente resultó falsa la idea de Burnhan, porque los técnicos, en todo momento y lugar, han estado al servicio de los intereses del capital y de su acumulación acelerada, y no al servicio de ninguna colectividad.

Pero en México resulta muy impresionante cómo el gobierno de Peña Nieto ha asumido lo esencial de estas ideas. Desde luego, el tiempo ha ejercido una profunda corrección sobre las mismas, resultando tremendamente falsa la pretendida acepcia ideológica de las tecnocracias; en primer término porque están sometidas a las decisiones de los propietarios y directivos de las empresas, en lo político y económico. Más aún: la tecnocracia –por ejemplo en un país como México–, cuando ocupa la dirección política del Estado, en realidad simplemente se coordina y arregla con los grupos del interés económico o financiero, nacional e internacional. Debe admitirse que nuestros tecnócratas, formados en la orientación neoliberal, controlan en buena medida la dirección política y económica del país, y como el neoliberalismo se erigió en dogma y teología el resto de técnicos y hombres de saber quedó excluido y reprobado, como dijo Ernesto Zedillo en marzo de 1996.

Pero los tiempos han cambiado e igualmente los propósitos. El fin de la guerra fría modificó los términos de la cruzada: ahora lo importante es el nuevo orden bajo el control de Estados Unidos, y ese control requiere de la apertura de los mercados y de las fronteras –y, por supuesto, el debilitamiento de las soberanías nacionales–. En realidad la democracia se identifica con el triunfo del mercado libre y con la disponibilidad abierta y rápida para la recepción de capitales. Los mercados emergentes se identifican con las nuevas democracias y su condición es el debilitamiento del Estado y la privatización y desmantelamiento del sector público. Esta es esencialmente la democracia que hoy se nos exige y aplica, estos son los parámetros de la certificación democrática que se nos otorga y a la cual debemos aspirar.

Hemos repetido que la democracia en México está profundamente reñida con el sometimiento del país a las decisiones de fuera, de gobiernos y del capital extranjero. Y no solamente eso: que la democracia entre nosotros no puede ser ajena a un contenido de decisiones que busca la mejor distribución de la riqueza y los ingresos, que aplica una coherente y consistente política social, canalizando recursos a la educación, la salud, la vivienda y el mejoramiento del medio ambiente. Es decir, una política económica que escape a los criterios del capital financiero y que logre la efectiva reactivación de la economía, impulsando la producción, favoreciendo a la mediana y pequeña empresas y creando los empleos que necesita buena parte de la población del país. Los medios son variados, el fin es análogo: una sociedad más justa, más participativa y libre, que haga posible el desarrollo humano. Y, para ello, la democracia ha de estar fundada en decisiones soberanas, autónomas, al margen de poderes externos.

El neoliberalismo ha suplantado la función económica del Estado por las libres fuerzas del mercado, creando un verdadero fetichismo de su eficacia para promover el desarrollo económico y político. Lo que no se ve con la misma claridad es que la apuesta al mercado, en países como el nuestro, origina por necesidad mayor concentración de la riqueza, el aumento de la pobreza y el abandono de las políticas sociales que deben llevarse a cabo. La privatización de Pemex, el antiestatismo como parte sustantiva de la ola neoliberal, tenderá indefectiblemente, a cancelar las tendencias de atención social de la economía y fracasará en lograr el equilibrio por la vía de la mano invisible de los factores económicos. La creación de empleos y el aliento a la mediana y pequeña empresas no están asegurados en el mercado; son indispensables políticas que de manera deliberada impulsen su creación e impidan que una competencia desigual destruya al tejido social y el enjambre de acciones productivas que, a la larga, representan la verdadera fortaleza económica de un país, su auténtico nivel de desarrollo y la posibilidad de una economía que proporcione de verdad trabajo y satisfactores, es decir, redistribuya el ingreso y ofrezca beneficios a los sectores sociales más necesitados. La cuestión de fondo es la siguiente: el Estado democrático es la única instancia posible de equilibrio económico y el dique a una acción del mercado que únicamente expresaría, como se ha dicho, una suerte de capitalismo salvaje profundamente destructivo de la sociedad.

Tal es el despeñadero que hemos elegido, al que se dirigen los discursos retóricos del Presidente y sus incondicionales. Y lo más extraordinario: que mucha gente sin preparación ni un ápice de espíritu crítico piensa que la privatización de Pemex es el inicio de otra era de prosperidad y abundancia, naturalmente sin decir que tal oportunidad abre para muchos la posibilidad de meter en la nueva economía de México las manos y las uñas de la corrupción, en beneficio propio, como es obvio, y no de la generalidad de los mexicanos.