Opinión
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Michoacán y el monopolio de la fuerza
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esde hace varios años, en diversos estados de México −Michoacán incluido−, el anclaje político de las organizaciones criminales de mercado exhibe la falta de resistencia ética de la clase política frente a poderes corruptores y violentos por naturaleza. La oscilante relación de gobernantes, políticos regionales y las burocracias estatales con los grupos delincuenciales transita de la seducción y la disuasión a la intimidación, la resignación, la simbiosis, la cohabitación, la colaboración y la cogestión.

Una mafia no pretende la desaparición del Estado, sino busca debilitarlo, para vivir parasitariamente a la sombra del poder, como un Estado paralelo o poder alternativo. Por lo general, los jefes de una estructura criminal no hacen política ni tienen preferencias ideológicas o partidistas; el mafioso es un puro animal económico, cuyo patriotismo o afinidad político-ideológica están guiados por razones estrictamente coyunturales y utilitarias. Es decir, por el pragmatismo y el oportunismo puro.

En ocasiones, el vive y deja vivir que subyace en la relación de proximidad del mundo político y criminal resulta falsamente alterado por esa oscura distribución de funciones, donde la legalidad viene siempre acompañada de favores ilícitos recíprocos de tipo contractual, que abarcan desde el intercambio de servicios, el control económico (extorsión y flujos criminales) y social (mediación, regulación y arbitraje) y la corrupción que propicia la protección y benevolencia policial y judicial a cambio de remuneraciones.

Algo de eso ha estado ocurriendo desde 2013 en Michoacán. Como en una montaña rusa, el estado entró en una fase de turbulencia donde se alternan de manera irregular picos cortos de represión selectiva y descensos rápidos de la vigilancia estatal y federal. Se trata de un periodo confuso y cambiante, que de la mano de la propaganda sensacionalista del régimen provoca emoción y excitación públicas, pero no supone una clara y firme voluntad política de largo plazo, sino parece responder a un ajuste, a un nuevo pacto de no agresión y/o de normalización del maridaje entre los actores de la criminalidad y la legalidad político-empresarial, con miras a un nuevo reparto de los mercados ilícitos.

La cuestión tiene que ver con la invisibilidad de lo visible. En artículos precedentes afirmamos que autoridades responsables del monopolio de la fuerza pública delegaron de manera formal e informal, activa o pasiva, misiones policiales, de seguridad o mantenimiento del orden a grupos de civiles armados de dudosa credibilidad o francamente criminales. Ahora, de nueva cuenta, como parte de una transacción simple se busca un descenso de las estadísticas criminales a cambio de la tolerancia hacia la explotación de algunos sectores criminales. Ergo, un nuevo modus vivendi y de cogestión de la seguridad.

En ese contexto destaca, por su profusión, la nueva temporada de videoescándalos. En las filtraciones mediáticas aparece Servando Gómez, alias La Tuta −presunto líder de Los caballeros templarios−, en sucesivos encuentros individuales con funcionarios del Partido Revolucionario Institucional. Entre ellos, el ex gobernador interino Jesús Reyna; el ex diputado y dirigente transportista José Trinidad Martínez Pasalagua; el ex edil de Apatzingán Uriel Chávez (sobrino de Nazario Moreno, fundador de La familia michoacana); las ex alcaldesas Salam Korrum, de Pátzcuaro, y Dalia Santana, de Huetamo, y el ex mando de la Fuerza Rural de La Ruana, Antonio Torres González ( El americano), hombre de confianza del comisionado especial Alfredo Castillo. Además del que exhibe, francamente relajado y en abierto plan de negocios con La Tuta, a Rodrigo Vallejo Mora (hijo del ex gobernador Fausto Vallejo), acusado de cobrar derecho de piso, establecer contactos con políticos y empresarios y facilitar operaciones de lavado de dinero, a quien sólo se le dictó auto de formal prisión por encubrimiento.

Más allá de su uso político y con fines de distracción por agentes de seguridad del gobierno federal, los videos, incluido el más reciente que muestra al comandante de la Fuerza Rural de Buenavista Tomatlán, Estanislao Beltrán, Papá Pitufo, con una persona identificada como Nicolás Sierra, presunto miembro de Los viagras −brazo armado de La familia michoacana y Los caballeros templarios−, vienen a evidenciar la simbiosis y/o colusión del PRI local y el comisionado Castillo con ese grupo de la economía criminal.

Por otra parte, no es ningún secreto que sectores enteros de la población en áreas rurales aisladas, semirrurales y urbanas dependen de los recursos gestionados por grupos delincuenciales y por esos actores híbridos −contaminados por el crimen− que son las élites políticas, económicas y administrativas en las diversas entidades del país. La población no tiene más remedio que someterse a una élite político-criminal que gestiona y distribuye favores, recursos y privilegios (adjudicación de contra­tos públicos, subvenciones, autorizaciones administrativas, puestos de trabajo en el sector estatal y municipal, etcétera). El resultado de esa relación de dependencia e intercambio es el surgimiento de un vínculo triangular complejo entre grupos delincuenciales, las élites política y económica y una población subordinada y pasiva.

En buen romance, los empleos de miles de mexicanos y mexicanas dependen de esa interrelación facciosa entre jefes criminales, políticos y gobernantes retribuidos con votos y dinero. Así, el trabajo criminal puede convertirse en empleo masivo en muchas partes del país. La moraleja es obvia: en nuestro capitalismo salvaje, donde el Estado providencia del nuevo PRI de Enrique Peña Nieto no llega, la mafia providencia redistribuye recursos y genera empleos. Además, esa colusión-cogestión amafiada puede, al final, ser fuente de consenso social y popularidad en el contexto de un Estado de excepción permanente.