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unde el desaliento social. La oleada de propaganda del segundo informe de Peña Nieto lo ahondará, pero también extenderá el descrédito gubernamental y la exasperación ciudadana. No es grato experimentar el bombardeo de una retahíla de éxitos falsos, triunfos de papel, avances de utilería. Digan lo que digan los espots presidenciales, México es hoy más desigual, más inseguro, más dependiente y más antidemocrático que hace 22 meses, cuando el régimen oligárquico adulteró la voluntad popular por segunda ocasión consecutiva para impedir un cambio de rumbo en la conducción del Estado. En realidad, cada triunfo del régimen –desde la alineación tripartidista del Pacto por México hasta las reformas estructurales que hizo posibles, desde la destrucción de las autodefensas michoacanas hasta las impunidades otorgadas a diestra y siniestra entre políticos padrotes, empresarios causantes de desastres ecológicos– ha representado una derrota para el país, de modo que el mensaje presidencial es un recuento de descalabros y tragedias en imagen invertida.

La ruta de la consulta popular para echar abajo las reformas es, por ahora, la más transitable para que la sociedad ponga freno al saqueo y a la acelerada destrucción nacional que ha caraterizado a este más reciente tramo del ciclo neoliberal, impuesto abiertamente en el país en 1988 mediante otro fraude electoral. La Suprema Corte de Justicia de la Nación tendrá que escoger entre someterse sin argumentos al poder presidencial o acatar la demanda de millones de ciudadanos que exigen ser tomados en cuenta. El Instituto Nacional Electoral se las va a ver negras para decirle no a la organización de un referéndum a todas luces necesario. El régimen, en su conjunto, pasará las de Caín para distorsionar el sufragio de los dos tercios de los votantes que se oponen a la privatización del sector energético. Y el gabinete de Peña, empezando por Videgaray, tendrá que sudar la gota gorda para desconocer la voluntad de la mayoría absoluta de los mexicanos, expresada en las urnas, y proseguir, pese a todo, la entrega de los recursos naturales del país a un puñado de zopilotes corporativos.

Como en las épocas de Santa Anna, de Maximiliano, de Porfirio Díaz y de Victoriano Huerta, el país vive tiempos oscuros y, al igual que en esas épocas, la oscuridad se espesa con los aluviones de mentiras vertidos desde las cúpulas y con el ejercicio de poderes aparentemente omnímodos e imbatibles que oprimen a la sociedad desde casi todos los frentes: el presidencial, el legislativo, el judicial, el mediático, el empresarial, el delictivo y el represivo propiamente dicho. Pero un régimen tan destructivo, depredador, violento y corrupto como el que padece México en el presente tropieza más temprano que tarde con su propia inviabilidad y acaba por desmoronarse. Los informes presidenciales son el canto del cisne del ciclo neoliberal y repiten su sonsonete triunfalista y exasperante (todos son iguales: los de Salinas, los de Zedillo, los de Fox, los de Calderón, los de Peña) en tanto el grueso de la sociedad no cae en la cuenta de que en buena medida la apariencia del poder se sustenta en el poder de la apariencia: de inamovilidad, de control absoluto, de impunidad inveterada.

Una vez que la mayoría social cobra conciencia de las dinámicas empleadas para oprimirla, explotarla, endeudarla, desarticularla, manipularla y despreciarla, los días del régimen están contados. Y la gestación de esta lucidez mayoritaria no puede tomarse demasiado tiempo.

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