Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 7 de septiembre de 2014 Num: 1018

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los alegres y sonrientes
Manuel Martínez Morales

José Juan Tablada: las palabras del cómplice
Teresa del Conde

Juventino anda
Sobre las olas

Leandro Arellano

La caída del Muro
de Berlín: el fin
de la dualidad

Xabier F. Coronado

Berlín 25 años después: sinfonía de una metrópoli
Esther Andradi

¿Hablar o no
hablar inglés?

Edith Villanueva Siles

Columnas:
Perfiles
Gustavo Ogarrio
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 


Sección del Muro de Berlín actualmente en la Potsdamer Platz. Foto: www.wikiwand.com

Esther Andradi

“Que veinte años no es nada”, dice el tango, pero veinticinco parecen una eternidad.

A un cuarto de siglo de la caída del Muro de Berlín, y de la disolución de la guerra fría y la Cortina de Acero que tensionaba el mundo, la ciudad ha cambiado tanto que casi no quedan rastros de aquellas costuras que la hicieron famosa. ¿Qué fue de aquella pared de más de cien kilómetros que separaba el este del oeste y bloqueaba calles, rieles del tranvía y se metía en los bosques, en el río, en los lagos? ¿Y cuando los trenes del Metro de Berlín Occidental no se detenían en las estaciones de Berlín del Este, excapital de la RDA? Esos trayectos sólo existen en la memoria. La callecita estrecha que terminaba en la nada se transformó en una avenida. Resulta imposible imaginar el sendero a lo largo del Muro en los contornos de este edificio renovado que ahora constituye la Cámara de Diputados de Berlín. Y el parque, aquel sector del Tiergarten donde se erigían los miradores para turistas, ha devenido en un túnel para que el flujo de automóviles llegue con más celeridad a la Postdamer Platz.... que antes era un baldío minado y ahora es el centro neurálgico de esta ciudad.

Bajo el efecto de un volantín, lo que estaba al derecho quedó al revés y viceversa.

Desde entonces el movimiento es el protagonista de esta ciudad. Brazadas liberadoras y ajetreos que contracturan, contorsiones abruptas o pulsaciones apenas perceptibles, en Berlín todo se mueve. Se desplazan los barrios, se mueven las plazas, las calles cambian de nombre, se desmontan palacios y se reconstruyen castillos, se inventan playas donde no hay mar, emergen monumentos mientras otros se desmoronan. Deslumbrantes torres de vidrio compiten con viviendas sociales de los años cincuenta, monoblocks del realismo socialista con palacios neoclásicos, edificios del nazismo y la Bauhaus, discotecas en azoteas y mercados de pulgas y antigüedades, todo en un ejercicio continuo de contrastes extremos.

Paradigma de estas turbulencias lo constituye el Castillo de Federico de Prusia, que durante dos siglos y hasta los años treinta supo ser símbolo del imperio prusiano en el corazón de Berlín. El edificio, seriamente averiado por los bombardeos durante la segunda guerra, fue dinamitado por el gobierno de la exRDA, y en su lugar se construyó el Palacio de la República, sede del Parlamento, lugar de encuentro con trece restaurantes, varias galerías de arte, discoteca... Pero en 1990, después de la reunificación alemana, el Palacio de la República fue declarado insalubre –metáforas aparte– por su alta concentración de amianto. Después de numerosas consultas ciudadanas en busca de consenso, fue derribado. Pero esta vez sin dinamita sino desmontando pieza por pieza, tal como había sido construido, a fin de proteger los edificios cercanos de posibles ondas destructoras. Y en su lugar, ahora sí, se construirá una réplica del antiguo Palacio Real, cuyos costos siderales erizan la piel de la sensatez. Mientras tanto, en pleno centro de la ciudad, a orillas del Spree, y en ese conglomerado histórico sobre el tradicional Boulevard bajo los Tilos, hay ahora un hueco enorme donde se asientan maquinarias y grúas, símbolo del baile superlativo de esta ciudad, capaz de generar sus propias ondas sísmicas.

Pero no sólo la arquitectura y la mirada sobre la ciudad y los transportes públicos circulan por circuitos antes bloqueados, cerrados, colgados. También los grupos humanos se desplazan y son desplazados, mudan los vecinos de los barrios, acaso con demasiada rapidez, y los turistas del mundo y de Alemania se han volcado a caminar Berlín y la declaran top después de París y Londres, quien te ha visto y quien te ve. Más de once millones la visitaron el año pasado y la tendencia sube año tras año. De hecho, el turismo representa el principal ingreso; luego le siguen la moda, el diseño, la tecnología informática...

La ciudad más dinámica de Europa

El alcalde Klaus Wowereit, que en pocas semanas deja su cargo porque decidió renunciar dos años antes de que termine su período, fue el gestor político de la imagen del Berlín actual. Candidato de la socialdemocracia en 2001, produjo un terremoto al asumir públicamente su homosexualidad en un discurso que lo catapultó a la popularidad: “Soy maricón...” –dijo–y está muy bien así”.

Fue el primer político alemán en salir del clóset, y su declaración fue como la caída de otro muro en la ciudad. De golpe se abrieron las compuertas para que emergiera el Berlín tolerante. A pesar de la crisis social y las diferencias entre este y oeste. “Pobre, pero sexy”, como Wowereit también la definió.


Foto: www.wikiwand.com

Pero como todo cambia, trece años después la popularidad del alcalde Wowereit cayó en picada. Las inversiones tienen sus límites, la nivelación que aspira armonizar ambas partes de esta ciudad avanza más lentamente de lo esperado. Hace años que tendría que haberse inaugurado el aeropuerto de Berlín, pero aún no se encuentra la forma de superar dificultades técnicas para levantar vuelo. Al contrario, lo único volátil son los millones de euros que se evaporan cada día. O se hunden en las promesas. Y con él, el alcalde que fue la esperanza berlinesa durante años. Pero también es el alcalde que dijo: “nadie tiene derecho a vivir en el centro de Berlín” y con ello abrió la puerta a los “inversores”. Los inversores son la figura que aparece cuando hay problemas para resolver. En el caso de la vivienda, los inversores vienen comprando calles completas de edificios. Con inquilinos incluidos. A éstos se les ofrece una indemnización bajo el pretexto de modernizar. Una vez renovados, los departamentos tienen un costo inalcanzable para los vecinos. Así se va produciendo lo que en términos sociológicos se denomina “gentifricación”, es decir, el desplazamiento de sectores sociales hacia la periferia de las ciudades. En ese avance, el año pasado la East Side Gallery, el último vestigio del Muro (ver recuadro), fue arbitrariamente abierta para dar paso a las topadoras de la firma inmobiliaria que construye Living Levels, en la ribera del Spree. Una torre de sesenta y tres metros de altura, con amplias fachadas completamente vidriadas, a fin de permitir la visualización del río desde cualquiera de las habitaciones. Para mirar el futuro. Con otros ojos.

Ciudad de pobres corazones

Al mismo tiempo, Berlín sigue teniendo una tasa de desocupación de 11.1 por ciento, sólo superada por Bremen con 11.2 por ciento, y un 15.2 por ciento de la población vive de los programas de ayuda social. Según informes de la Asociación Paritaria de Beneficencia Pública, uno de cada cinco berlineses estaría amenazado de caer en la pobreza, un porcentaje más alto que en cualquier otra ciudad alemana. ¿Qué significa pobreza? Para esta Asociación, la pobreza se mide cuando una familia dispone de menos del sesenta por ciento del ingreso promedio para satisfacer sus necesidades básicas.

Si bien un cuarto de siglo después pocos son los vestigios de la vida anterior, lo que sigue haciendo ruido son las diferencias sociales que se generaron después de la apertura. A medida que pasa el tiempo se afirma la idea de que la unificación se hizo a costa de los ciudadanos de la exRDA, por no haber incorporado experiencias positivas que caracterizaban al este. “No es posible que nada haya sido bueno”, dice Peter, artista circense del sector occidental de la ciudad. “Ellos tenían muchos avances en lo social que nosotros hemos desbaratado. Que cada niño tenga derecho a un lugar en una guardería, que exista la opción de doble jornada en las escuelas con almuerzo incluido. Estamos muy lejos de todo eso, y sin embargo, en la exRDA tenían eso y mucho más.”

Pero la cuestión mayor no siempre está en el bolsillo, aunque sea un lugar muy sensible. El alma es más que eso, según el testimonio de la escritora Susanne Schädlich, un caso bastante singular. La familia Schädlich emigró de la exRDA a Occidente a fines de los setenta. Fueron años difíciles, afirma la escritora, porque debían “integrarse”. Se sentían “extranjeros” aunque vivieran en Alemania. En 1987 Susanne Schädlich se fue a Estados Unidos a trabajar como traductora y luego comenzó a escribir. En 1989 regresó a Berlín reunido y constató que allí la “adaptación” no era nada fácil. Veinticinco años después, muchos ciudadanos se siguen sintiendo en tránsito, según el ensayo que Schädlich escribió para Radio Cultura: “Si rápidamente logramos éxitos en nuestras profesiones, somos oportunistas, si hablamos de lo que se ha perdido, somos nostálgicos. Es como si no existiéramos en este país.”

Wenderoman, la novela de la unificación

Con toda las cargas de lo bueno, lo bello y lo feo, las vibraciones de la ciudad también llegaron a la literatura, impregnando la ficción desde hace un cuarto de siglo. Escritores que, como cualquier ciudadano, se vieron trasladados de país de un momento a otro aún sin moverse de su lugar de origen, porque desaparecían las coordenadas que conocían y se transformaban en “extraños” a pesar de compartir el mismo idioma.

Desde la Medea, de Christa Wolf, publicada en 1996, que recrea el mito griego de la extranjera que, engañada, mata a sus hijos para vengarse de la infidelidad, en una dolorosa parábola sobre la disolución de la RDA, hasta hoy, mucho ha pasado. Desde la sátira, lo fragmentario, la parábola y los testimonios, la caída del Muro y la posterior unificación de la ciudad y el país son fuente permanente de inspiración para diferentes generaciones.

Esto puede verse, entre muchos ejemplos, en el libro presentado recientemente en el Literarische Coloquium de Berlin: Dos infancias, un libro, escrito por los autores Jochen Schmidt, en Berlín Oriental, la excapital de la exRDA, y David Wagner, desde Bonn, la excapital de Alemania Occidental. Ambos tienen la misma edad, ambos trabajan los mismos capítulos: la habitación infantil, la sala de estar, la cocina, el baño, el jardín, la calle, la escuela, la plaza, con otros, en auto, vacaciones, tierra de nadie. El punto de llegada es el mismo: 9 de noviembre 1989:

A mi madrastra inglesa, la extranjera, le da un ataque cuando ve a los alemanes de la exrda escapando por los jardines de la embajada de Alemania Occidental en Praga y Budapest, que agitan frente a la cámara de televisión el pasaporte alemán que acaban de recibir. ¿Y yo, que desde hace veinticinco años tengo que renovar siempre mi permiso de residencia, mientras ellos reciben la nacionalidad como un regalo?

Así comienza el último capítulo de David Wagner.  Del otro lado está Jochen Schmidt, contando su experiencia como soldado mientras cumplía su servicio militar en la ex RDA:

La compañía me saluda con tres Hurras por mi cumpleaños y yo respondo en consecuencia: ¡Al servicio de la República Democrática Alemana!

La fiesta continúa

Entretanto, la ciudad continua su revuelta y este fin de semana, del 8 al 9 de noviembre, una instalación ilumina el recorrido a lo largo de lo que fue el Muro. Como para no olvidarlo.

Siempre en movimiento continuo. Nunca más quieta. Ni las estatuas de Karl Marx, sentado, y Friederick Engels, de pie a su lado, se salvan de la mudanza. Antes, en el centro de la plaza frente a la Municipalidad roja, ahora en una esquina.

Envueltos en una ráfaga de melancolía, viendo pasar la historia.