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Las definiciones de Peña Nieto
P

arecería que en los dos últimos meses Enrique Peña Nieto ha llegado a la cúspide de su atractivo, naturalmente en el plano de la política, y es que a eso equivaldrían los logros realizados, no digamos en sus llamadas reformas estructurales, con la gema de la corona que sería la privatización de los hidrocarburos, sino también con su anuncio inesperado de que tendría prácticamente preparado el programa de construcción del tan deseado aeropuerto –y fracasado durante varios sexenios presidenciales–, que sería una obra absolutamente necesaria para el Distrito Federal, no sólo para desahogar la actual terminal aérea, sino para ponernos en la materia al nivel de las más seductoras ciudades o capitales del mundo.

Creo que debe decirse, antes de seguir adelante, que, en efecto, lo que parece en planos y maquetas como una obra maestra de la arquitectura contemporánea, debido al británico Norman Foster y al mexicano Fernando Romero (por los antecedentes, mucho más al inglés), fue sin duda uno de los toques claves de la presentación, ya que para todos resulta terriblemente complicado oponerse a una obra de ese calibre y belleza, salvo por razones contundentes y discutibles pero que tampoco han dejado de expresarse.

Se ha escrito ya abundantemente sobre los temas involucrados, pero volveré sobre uno que parece decisivo y sobre el que no hay precisa respuesta gubernamental: el práctico silencio sobre uno de los temas que más preocupan a la sociedad mexicana, digamos más allá de la belleza del proyecto del aeropuerto o del masivo repudio a una privatización de los hidrocarburos mexicanos que estará en manos de varios de los tiburones que manejan el petróleo en el mundo, y que han sido denunciados por su afán de lucro sin llenadera (según AMLO) y que pondrán a México de cabeza cada vez que puedan (y lo pueden mucho) en el aspecto político y económico. Me refiero, se habrá adivinado ya, al silencio sepulcral que prácticamente ha guardado el gobierno sobre uno de los males nacionales más devastadores: el de la corrupción. Que en tratándose de enormes obras públicas, como estas de las cuales hablamos, lo mismo con referencia al gigantesco aeropuerto que a las enormes refinerías u otras obras vinculadas a la explotación de los hidrocarburos, estará a la orden del día avasalladoramente. El silencio del gobierno sobre el tema de la corrupción hasta parecería una voz de arranquen en materia de negocios turbios, relacionados con estas reformas e iniciativas del gobierno de Peña Nieto. Es una lástima.

Sin desconocer que no basta la palabra del gobierno en esta materia, sino una práctica de honradez y contención de lo cual parecemos muy alejados. En efecto, en este terreno como en tantos otros, no bastan los reglamentos adecuados o amenazantes, porque parte de la práctica nacional consiste en darles la vuelta y encontrar su contraparte. El hecho indudable es que en estas ocasiones y momentos parecería fundamental que el gobierno mostrara una cara mucho más agresiva, si no, como decía antes, hasta parece que está en un plano abiertamente permisivo. Y esto resulta fatal por la sencilla razón de que demasiadas circunstancias y antecedentes nos hacen pensar, como muchos mexicanos piensan ya, que el fondo de la cuestión radica en dar nacimiento a una nueva generación o camada de multimillonarios que ahondarán las diferencias de clase y de condición social. O de reforzar casi al infinito al grupo mínimo de multimillonarios que ya lo son. Sin desconocer que una parte estrecha de tales inversiones beneficiará probablemente a ciertos grupos de mexicanos, demasiado reducidos, pero ni de lejos a los grandes números de marginales, de humillados y ofendidos.

En realidad, se vive una especie de pe­na ajena al escuchar las cifras de in­versión cuando se comparan las de los proyectos faraónicos con la modestia francamente de otros proyectos gubernamentales, como el que encabeza Rosario Robles de Sedesol, según quedó de manifiesto, por ejemplo, en una reciente entrevista amplia que le hicieron en uno de los canales de Televisa. O en las cifras del presupuesto para 2015, que para Prospera sólo se destina 1 por ciento del presupuesto, en tanto se gastan millonadas en aviones para el secretario de la Defensa (o del propio Presidente, como bien se sable). El presidente Peña Nieto ha escogido sus cartas y va con todo en favor de ellas: hacer de México un país agresivamente capitalista y dejar para las calendas griegas la atención social, o hacer de ésta un simple subproducto aleatorio que, a sus ojos, se produciría de todos modos en beneficio de algunos mexicanos. Los temas pues que han estado presentes en la tradición histórica de México para buscar un mejor país: igualdad, solución de los incontables problemas sociales, incluso la cuestión educativa, son pospuestos y se piensa que el desarrollo los resolverá por carambola, o el crecimiento, como ahora se prefiere decir, pero no por una atención y por la voluntad expresa del gobierno.

País netamente capitalista en su vertiente neoliberal, como ha quedado demostrado durante varios sexenios, con lo que ello implica de tremendas desigualdades internas, de concentración de capitales y ahora de presiones políticas de fuera en aumento que no serán fáciles de manejar, o que sí lo serán si se sigue con la tónica asumida por Peña Nieto de disciplinarse rigurosamente a las necesidades del capital globalizado, olvidándose prácticamente del interior.

Es verdad, ya hace buen rato que el país se embarcó abiertamente en la vía capitalista, con mayor o menor apertura y franqueza, aun cuando todavía en buen número de casos con los frenos morales y políticos que de todos modos imponían una serie de instituciones y estructuras legislativas heredadas no tanto tiempo atrás de la Revolución Mexicana. Con Peña Nieto tales resistencias se han desmoronado y se afirma abiertamente su contrario capitalista franco.

¿Y, a todo esto, la izquierda? Un panorama muy diferente, opinamos, pero esto será materia de nuestro próximo artículo.