Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de septiembre de 2014 Num: 1019

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Cabriolas
Carlos Martín Briceño

El defensor del ruido
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Mario Lavista

Dos filmes sobre el
golpe de Estado chileno

Marco Antonio Campos

Adolfo Bioy Casares
cumple cien años

Harold Alvarado Tenorio

Las edades narrativas
de Bioy Casares

Gustavo Ogarrio

Carta a Descartes
Fabrizio Andreela

El espejo
Miltos Sajtouris

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

La desmemoria de la velocidad

Quizá muchas de las enfermedades humanas sean en un sentido símbolos de las enfermedades sociales de una época. A veces, frente al cáncer, que es la proliferación desmesurada y sin control de las células, pienso en el crecimiento de las urbes que terminan por destruir el cuerpo social. Hay, así, en el cáncer, como en el hacinamiento urbano, en la conurbación y en la noción de desarrollo, que hace parte de las políticas económicas, una desmemoria del equilibrio y de la proporción, una especie de locura del crecimiento que nos precipita en la muerte. Pero, tal vez, la enfermedad que mejor representa a nuestra época sea el Alzheimer: el olvido de ser. No sé –nadie lo sabe– si allí, semejante al olvido de la función del crecimiento en el cáncer, la desmemoria –la pérdida del pasado y, en consecuencia del presente y del futuro–, sea provocada por un proceso de altísima velocidad de las neuronas que, a causa de ella, mueren rápidamente. En todo caso, es la velocidad que nos impone la tecnología la que precipita el Alzheimer social. Alguna vez Charles Péguy –lo cité en algún otro artículo– asombrado a principios del siglo XX por la velocidad de la prensa, exclamaba: “Nada es más viejo que el periódico de ayer.” En el lapso de un siglo habría que rehacer la sentencia de Péguy y decir que nada es más viejo que el Twitter de hace 2 minutos. En el orden de la información, la velocidad no sólo desplaza el ayer, sino que, al someter todo al instante, nos sumerge en el caos en donde todo, como en los programas de revista o en el extremoso democratismo de internet, se iguala. El horror de la muerte puede, en un segundo, ser desplazado y, en consecuencia, puesto al mismo nivel que el último escándalo sentimental de una actriz de moda y la más reciente ocurrencia política. Alterada así la percepción, todo y a la vez nada importa. Si todo es importante nada en el fondo lo es. Vivimos así, semejantes a los enfermos de Alzheimer, en un presente sin orientación ni sentido, es decir, en un presente que, despojado de sus coordenadas temporales, es caos. Por ejemplo, las tumbas de los cementerios ,que guardan la memoria de los muertos, ceden paso al olvido de la cremación cuyas cenizas se esparcen en el viento o se hacinan en las catacumbas de los nichos de las iglesias. Los hechos históricos duermen en las bibliotecas que ya pocos  consultan o en el espacio inmaterial de internet. La política, como lo escribió Tomás Calvillo, “ha perdido su lugar en el selfy de los gobernantes prisioneros de su propia imagen” y de los flujos e intereses del gran capital. Los territorios de los pueblos y sus memorias se han convertido en recursos explotables para los flujos sin fin del capital. Nada permanece porque la memoria y el lugar se extraviaron en el ritmo desmesurado de la velocidad y el espacio. De allí quizá la inhumanidad de nuestro tiempo que se expresa en el desprecio por la vida y el dolor de los otros reducidos a meras cifras estadísticas, a meros datos en el acontecer de una trama de espectáculos efímeros y carentes de significación.


Dibujo de Juan Puga

Contra el Alzheimer social, el único antídoto que conozco es la detención y el recogimiento, donde el recuerdo –cuya hermosa etimología es “volver al corazón”– nos hace recuperar nuestra humanidad, el nosotros en el presente de uno. Un hermoso poema de Borges, “Elegía” –no sólo un lamento por lo que se perdió, sino un traer al presente lo que otros nos dejaron para darnos sentido y futuro– lo dice con una multiplicidad de resonancias: “Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,/ ha llorado unas lágrimas humanas./ No puede sospechar que conmemora/ todas las cosas que merecen lágrimas:/ la hermosura de Helena, que no ha visto,/ el río irreparable de los años,/ la mano de Jesús en el madero/ de Roma, las cenizas de Cartago,/ el ruiseñor del húngaro y del persa,/ la breve dicha y la ansiedad que aguarda,/ de marfil y de música Virgilio,/ que cantó los trabajos de la espada,/ las configuraciones de las nubes/ de cada nuevo y singular ocaso/ y la mañana que será la tarde./ Del otro lado de la puerta un hombre/ hecho de soledad, de amor, de tiempo,/ acaba de llorar en Buenos Aires/ todas las cosas.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.