Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 14 de septiembre de 2014 Num: 1019

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Cabriolas
Carlos Martín Briceño

El defensor del ruido
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Mario Lavista

Dos filmes sobre el
golpe de Estado chileno

Marco Antonio Campos

Adolfo Bioy Casares
cumple cien años

Harold Alvarado Tenorio

Las edades narrativas
de Bioy Casares

Gustavo Ogarrio

Carta a Descartes
Fabrizio Andreela

El espejo
Miltos Sajtouris

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Alabanza de la descripción

Una de las cualidades que me parecen más atractivas en los interlocutores que la vida me pone en suerte, es que sepan describir. Quizás porque padezco el vicio incorregible de la curiosidad. Si yo hubiera acompañado a Adán y a Eva en el Paraíso nos hubieran expulsado antes por andarle preguntado a los arcángeles acerca de la facha de Luzbel cuando era el consentido y qué tanto había cambiado después de la Caída.

Cuando me cuentan algo, generalmente pido que me digan desde “agarró y dijo”. Si hubo una ruptura quiero saber dónde fue. Si ocurrió en un restaurante, necesito imaginarme qué comieron y qué traían puesto. Quiero imaginarlo todo. Las excepciones son lo violento y lo despiadado. Eso lo intuyo y lo vislumbro sin necesidad de que nadie me dé señales.

Por eso amo los libros: de niña, cuando leía a Emilio Salgari, me quedaba horas imaginando las ollas de mariscos fermentados que los dayakos, esos guerreros decapitadores, devoraban mientras acechaban en las riberas del río a que pasara el Mariana, piloteado por Yáñez, el marino más flemático del universo. La escena, sin las eficaces descripciones, podría suceder en Xochimilco. La estofa de lo que me mantenía con los ojos abiertos en las noches eran las vívidas imágenes de lo extraño.

Describir bien es uno de los logros más altos de los buenos escritores, sean poetas o prosistas. Por eso me impacientan quienes elogian los libros porque no se detienen en las descripciones. El otro día estaba oyendo la radio y un locutor ensalzaba fervorosamente un libro porque: 1) estaba “facilito”, 2) no tenía muchas descripciones y 3) se te iba rápido. Más que elogiar un libro parecía que estaba ensalzando una endodoncia especialmente indolora.

No estoy de acuerdo. No ignoro que hay un pacto tácito entre el lector y el autor que prohíbe al autor defender su trabajo. Es como si el lector fuera una bella damisela victoriana y el autor el pretendiente: hay que cortejarla con chocolates, pulseras y flores. En ningún momento imponerle una descripción o lenguaje “difícil”.

Pues tendré que romper el pacto un minuto: pedirle una gracia a la damisela. Y si no le gusta, que se niegue, que saque su cajita de sales de amoníaco (una pequeña caja china de laca negra, con un ideograma rojo en la tapa) y aspire:  “Señorita –si no necesita la descripción es porque, quizás, lo que usted quiere es un libro genérico, con personajes estereotipados y ya conoce el mundo en el que se va a desarrollar.”

Ella se colocaría la mano blanca sobre el pecho.

–Es que las descripciones me aburren –respondería.

–Pero entonces, ¿cómo vamos a hacer para que usted “vea” lo que tengo en la cabeza? ¿Ese mundo que tanto trabajo me ha costado construir? –preguntaré hipotéticamente y con energía mientras me atuso el bigote, encerado, para más señas. Un bigote en el que hay canas, aunque no demasiadas y que recorto con cuidado para que no se manche con sopa de frijol.

–¡Señor! Sepa usted que me importa un rábano su mundo. No me venga a aburrir con sus descripciones. Ya voy en el capítulo tres y no pasa nada. Es usted un pesado.

–Señorita, le voy a explicar –responderé después de beber un sorbo de brandy–: yo creo que usted está bajo la influencia del cine de acción. Si no sabe quiénes son los buenos, los malos y  cuál es el problema en los primeros cinco minutos de lectura, se impacienta.

–Es verdad. Lo acepto –dirá y volverá el rostro a la ventana. La luz grisácea de la tarde dibujará su perfil contra el vidrio por el que corren diminutos arroyos de lluvia. Es un perfil melancólico que contrasta con la energía con la que me manda al diablo–. Lo acepto pero no quiero cambiar y le pido que se vaya.

Lo único que me permite decir antes de darme con la puerta en las narices es:

–Señorita, está usted en su derecho. No vuelva a leer mis descripciones, ni las de los otros escritores que la aburren. Pero, por favor, deje de decir que el libro es malo por eso. Describir no es un defecto cuando se hace bien.

–Señor mío –dirá antes de cerrar con estrépito–, yo digo lo que se me da la gana y usted váyase mucho, pero mucho…

Y me regresaré al librero a leer relatos y poemas llenos de descripciones de paisajes, rostros, trajes, zapatos, animales reales o inventados, comida, peinados, rituales, espadas, enfermedades. Del pasado y el futuro. Me espera el mundo. Otros lo han descrito para que yo lo imagine.