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Andanzas

Woyzeck y el Ballet de Zürich

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Durante la hora y media que duró Woyzeck se pudo constatar que los suizos saben hacer mucho más que relojes maravillososFoto cortesía Conaculta
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sta compañía de impresionante madurez presentó en Bellas Artes los días 3 y 4 de septiembre, dos únicas funciones donde mostró en todo su esplendor la solidez y consistencia de un grupo de danza total, pues creo que sólo así se puede comprender el manejo prodigioso de todos los elementos que constituyen una danza con tal poder de simbiosis en la conjunción de las técnicas, las emociones y la historia dramática bailada de un tema nada fácil y existente en la ópera como una obra intensa y difícil.

La esplendida música de autores de peso completo, como Martin Donner Philip Glass, Gyorgy Kurtag y Alfred Schnitke, de poderoso impacto, la iluminación, escenografía, vestuario y esa maravillosa dramaturgia capaz de fusionar con enorme ritmo, proyección y talento la coreografía de otro brillante y sensibilísimo artista, Christian Spuck, recientemente asimilado al Zürich Ballet: nos mantuvieron quietecitos, pendientes con los ojos bien abiertos para captar tal concierto de equilibrios y portentos que requiere una obra perfecta.

Una obra donde el antiguo drama del escritor alemán George Buchner, nacido hace 200 años, describe cómo un simple soldado de pelotón revela la más fiera pasión, amor y celos de una sociedad en un pequeño pueblo de montañeses, oscura, mediocre e inflexible, donde los personajes pequeños, pobres y sin linaje alguno, son incapaces de satisfacer las necesidades de su joven, bella e inquieta esposa y su pequeño hijo, por lo que debe vender su sangre y su cuerpo para cubrir las necesidades indispensables en su modesto hogar.

Por momentos la coreografía me recordó aquellas viejas películas de Igmar Bergman, en blanco y negro, donde el drama va deslizándose suave pero inexorablemente hacia la tragedia, mostrando las más terribles pasiones en un pueblito inocente, donde el hielo disimula la incandescencia de las pasiones.

Woyzeck, María, el soldado, los paisanos y demás personajes del ballet traducen la arquitectura corporal del co reógrafo con la intensidad dramática del más consumado actor; el arabesco técnico del ballet o la danza contemporánea, conjuntas para afirmarse como una danza total, única y completa, perfecta, capaz de saciar el hambre más voraz de ver, oír y sentir.

Ese milagro de lo hecho arte, lo prodigioso donde el cuerpo, la pasión, la inteligencia y el dominio técnico florecen en la magnífica forma de bailar y de sentir, pero sobre todo, el hacernos sentir: apretarnos las tripas y abrir los ojotes en el asombro total, y quedar exhaustos.

Notables todos en cada rincón del conjunto, perfectos, en la danza de María, suave y dócil, elástica como una seda que flota y termina precisa donde debe terminar; y él, Woyzeck, estallando rabia, desesperación, fuerza y dolor extremo, un cuerpo que nos hace leer la velocidad y el abismo de la pasión y los celos.

Él, Michael Kustner; ella, María –ya lo dijimos–, técnica y poder extraordinarios bailando como el viento, la brisa, sin dejar de lado la presencia del capitán que la seduce, Arman Grygoryan, los tambores, todos magníficos.

Mucho que aprender y descubrir en los secretos de la verdadera danza, su flujo interno, y ese fuego, suavidad o crispación que sólo dicta lo genuino.

Durante la hora y media que duró el espectáculo se pudo constatar que los suizos saben hacer mucho más que relojes maravillosos. Enhorabuena.