Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 28 de septiembre de 2014 Num: 1021

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Difícil no me es...
Ricardo Yáñez

Nuno Júdice,
a pedra do poema

Juan Manuel Roca

Laguna larga
Gaspar Aguilera Díaz

La sátira política:
actualidad de
Aristófanes

Fernando Nieto Mesa

László Passuth,
el cronista insólito

Edith Muharay M.

El ALMA sonora
del Universo

Norma Ávila Jiménez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
L. T.
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Natalia

Natalia tiene once años y cursa el último de primaria en la escuela Profesor Rodolfo de León Garza, en la colonia Andrés Caballero, un asentamiento precario que fue integrado como parte de la zona conurbada de Monterrey en General Escobedo, Nuevo León. Natalia es neoleonesa de nacimiento –nacida en San Nicolás de los Garza–, pero es hija de indígenas oriundos de Veracruz. Su madre, Fernanda López Flores, es de Ixhuatlancillo, una población de la montaña cercana a Orizaba, y su padre, Guadalupe López Hernández, es de Papantla, en el corazón del Totonacapan. Fernanda y Guadalupe venden flores en los mercados de la zona y él, según ha contado su hija, es también obrero en una fábrica. Son gente humilde, trabajadora y digna. Han logrado imprimir en sus hijos, en Natalia y sus hermanos, el orgullo perdido en muchos otros mexicanos por su origen indígena. De complexión menuda y ojos vivaces que delatan astucia, Natalia es reconocida por ser una niña disciplinada y buena estudiante. Bilingüe nahua-español y extraordinariamente inteligente y de memoria aguda y precisa, se dio a conocer gracias a la promoción constante de sus maestros por su sobresaliente facilidad para la oratoria. Es sin duda una niña bien educada y según ha dicho – y se le nota en dicción, vocabulario y soltura– le gusta mucho leer. Cuenta que su madre siempre le ha inculcado “lee treinta minutos diarios y aprenderás muchas cosas”.

En marzo de 2013 Natalia formó parte, según la nota periodística de Agustín Martínez (Destaca alumna náhuatl en oratoria, Milenio, 25 de marzo 2014) en el Parlamento Infantil del congreso de Nuevo León, donde fue “diputada por un día”. Pero lo que hizo famosa a Natalia fue un breve discurso, presuntamente preparado por su maestra y por ella misma, que dio un año después, es decir hace seis meses, cuando en la premiación de un concurso de fotografía (Un “flashazo” ciudadano, organizado por la Comisión Estatal Electoral de Nuevo León) tomó el micrófono para asombrar a los asistentes con una retórica reivindicación de los derechos de las etnias originarias de México, para recordar a los asistentes que los indígenas mexicanos, tradicionalmente relegados a la marginación y el desprecio, merecen un trato ni mejor ni preferente: simplemente igualitario. Se dijo, de entrada, orgullosamente indígena, orgullosa de ser una de esas “Marías” que a menudo son señaladas con desprecio en las calles de las ciudades mexicanas. Natalia vive en uno de los núcleos urbanos, Monterrey, más clasistas de México.

Poco después, durante la convención Kani Tajín del día del niño, en abril, Natalia repitió sus dichos de Monterrey en otro discurso similar y a finales de abril de este año, durante la entrega de la presea al mérito cívico Capitán José de Treviño, en Monterrey por los festejos del 410 aniversario de la fundación de Escobedo reiteró esos que más que reclamos suyos son exhortos a favor del rescate de las tradiciones, del reconocimiento respetuoso del otro, de la multiculturalidad: “Nos hace falta practicar la honestidad, practicar la comunicación, practicar la tolerancia, practicar la lealtad, practicar, practicar, practicar valores […] valores hasta en la sopa…”, y sin teleprompter, sin “chícharo” ni “acordeón”, de frente al público y sin titubeos, contundente aun si como señalan algunos detractores de oficio, fuera un discurso aprendido de memoria (de prodigiosa, ejemplar memoria), remató: “Si el respeto entre todos se hiciera una tradición, los pactos presidenciales, los negocios con otros países, las inversiones con grandes empresarios y los programas que se inician en el país se harían pensando en los derechos del prójimo y en el bienestar del pueblo.” Y tragaron pinole las corbatas, que buscaron ponerla en podios donde hablara, moderando las rompientes de su discurso, para funcionarios, alcaldes y gobernadores que obsequiaron, disimulando el asombro o la incomodidad, gestos de condescendencia, porque todo reclamo bien articulado de un niño en México, sobre todo de un niño orgullosamente indígena, restalla en la jeta de un régimen profundamente corrupto e hipócrita como el que padecemos. Y como dice Natalia: “Ojalá nos interesáramos más en la diversidad.”

Ojalá se multipliquen en un futuro cercano las Natalias, y nos enseñen que vivir en armonía no es procurar la politiquería ni el negocio turbio.

Sino hablar de frente y sin que tiemble la voz.