Opinión
Ver día anteriorLunes 29 de septiembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Violencia imparable
E

n los días recientes un diputado priísta fue asesinado en Jalisco, seis personas fueron masacradas a tiros por policías en Iguala, un dirigente estatal del PAN fue ejecutado en Acapulco y un enfrentamiento entre presuntos delincuentes dejó un saldo de 11 muertos en el municipio chihuahuense de Guachochi, entre otros episodios de violencia; todo ello, con el telón de fondo de las revelaciones de testimonios y documentos gráficos que indican el posible asesinato a manos de efectivos militares de 22 personas en la comunidad mexiquense de Tlatlaya, en la que según la versión oficial habría tenido lugar, en junio pasado, un enfrentamiento entre supuestos secuestradores y elementos del Ejército.

Los índices delictivos en general, lejos de reducirse, se han incrementado con respecto a los del mortífero sexenio de Felipe Calderón, y a ello deben agregarse los injustificables excesos represivos perpetrados en fechas recientes en varias entidades. A pesar de los esfuerzos oficiales por minimizar el impacto de la inseguridad en la percepción social, la violencia y el descontrol delictivo siguen afectando a la población en múltiples regiones del territorio nacional, y da la impresión de que el empeño por desviar la atención de tales problemas no logra más que acrecentarlos.

Ciertamente, hace falta algo más que lineamientos de comunicación social, creación de nuevas corporaciones policiales o ejercicios de simulación como el que ha venido realizando en Michoacán el comisionado federal Alfredo Castillo para desactivar la espiral de violencia en la que se encuentra sumido el país.

Sin embargo, a casi dos años del inicio de la actual administración, y pese a los propósitos de la presidencia peñista de deslindarse de la extraviada y contraproducente estrategia de seguridad adoptada por su antecesor, no ha habido, en los hechos, un viraje real en esta materia.

Las fuerzas armadas siguen siendo empleadas en tareas policiales ajenas a su mandato constitucional; el país carece de una política social, laboral, educativa y de salud capaz de actuar como factor preventivo contra la delincuencia; prevalece la impunidad ante la casi totalidad de los crímenes perpetrados en la administración pasada; el saneamiento de las corporaciones policiales de los tres niveles sigue siendo una asignatura pendiente; la vigencia de los derechos humanos experimenta graves retrocesos fácticos e institucionales y, por encima de todo, se mantiene y se ahonda una política económica que provoca desarticulación social, desempleo y marginación, que obliga a grandes sectores de la población a deslizarse a la informalidad y que, a fin de cuentas, termina por nutrir las filas de la criminalidad.

En tales circunstancias el grupo gobernante debiera cobrar conciencia de que el incumplimiento del Estado como garante de la seguridad pública y de la observancia de la legalidad representa un desgaste político que conduce, a corto o a largo plazo, a la ingobernabilidad, como ya se ha constatado en diversas entidades; que ningún optimismo oficial resulta creíble cuando carece de asideros en la realidad de los gobernados, y que la autoridad no es atributo que pueda ganarse por la fuerza y el miedo, sino que se construye mediante la capacidad de resolver, de manera real y efectiva, los problemas que aquejan a la población. La violencia y la inseguridad conforman uno de los más graves, y urge resolverlo.