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En tanto hierve el agua...

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a tarde está gris y húmeda y nada nos vendría mejor que un café humeante para transitar por ella con rumbo hacia la noche. Entonces pones en el molino tres tantos rasos de grano, acompañados de una pizca de cardamomo, reduces todo a una arena vegetal y fina y la depositas en el fondo de la cafetera. Hasta aquí hablamos de acciones finitas, pero cuando coloco la tetera en la hornilla de la estufa entramos en el dominio de la eternidad: es ley sabida que el agua no hierve nunca si la miras (será por timidez, será por crueldad hacia quienes aspiran a beberla) y que sólo lo hace si te olvidas de ella. Con el peligro, claro, de olvidar por demasiado tiempo y de provocar un cacharro fundido, una estufa arruinada, una casa en llamas. Se ha sabido de personas que encanecieron en el periodo que va desde que el recipiente entra en contacto con las llamas hasta los tremores iniciales en el fondo metálico. En las cantinas de los puertos circula la historia de un individuo que enloqueció cuando trataba de establecer el momento preciso en que las pequeñas burbujas se convierten en borbotones descontrolados. Es por eso que resulta preferible tapar el recipiente, para no asomarse a procesos infinitos ni ceder a la tentación de atestiguar el paso de las fumarolas ralas al vapor consistente, aunque exista la creencia popular de que el agua tapada hierve más rápido.

Así que nos resignamos a convertirnos en personas distintas por efecto del cambio de instantes: empezamos siendo aquellos que pusieron agua a hervir y acabaremos como dos bebedores de aromático que platican sentados sobre la espalda de la tarde. En tanto hierve el agua, en tanto nos transforma nuestro propio hervor lento, te contaré la historia del león ciego. Eso ocurrió mucho antes de que los safaris se volvieran un pasatiempo sin riesgos para aristócratas y burgueses mal entretenidos. Había los cazadores extranjeros y los autóctonos; la diferencia principal entre unos y otros era que los segundos tenían por objetivo atrapar animales vivos para venderlos a circos y zoológicos. Los atrapaban con jaulas y redes y se jugaban la vida en el empeño. El de esta historia andaba revisando sus trampas y divisó a un león que no había caído en ninguna de ellas. La bestia no huyó, pero tampoco adoptó actitudes de ataque, de modo que el cazador se le acercó despacio y le vio una expresión ausente. Luego cayó en la cuenta de que sus ojos estaban nublados y pensó que era por culpa del veneno de una cobra.

Y es que has de saber que no todas las víboras de esa clase inoculan su ponzoña en una mordida directa; algunas, en las sabanas de África, lo escupen. Y se trata de un neurotóxico muy potente que es arrojado a distancias de hasta dos metros, y con una puntería sorprendente, hacia los ojos de la víctima.

El hombre sintió piedad, sacó de su zurrón un pedazo de carne seca y la puso con precaución a los pies del felino. Éste se inclinó con humildad y, aunque de seguro estaba famélico, comió el obsequio con parsimonia. Acuclillado, el humano acompañó al león en aquella merienda frugal e insuficiente y luego se incorporó para proseguir su trabajo. Pero el animal lo siguió, como si fuera un perro huérfano de dueño y el tipo, por más aspavientos que hizo, no logró ahuyentarlo. Aquel encuentro trastornó su vida porque no tuvo corazón para abandonar al felino y menos aun para dejarlo abandonado en la sabana.

Por fortuna, el animal había perdido la ferocidad al mismo tiempo que la visión, y su benefactor pudo meterlo a su casa sin peligro para la familia. La esposa, que en un principio había puesto el grito en el cielo, acabó siendo la más férrea defensora del león; los tres hijos de la pareja aceptaron con entusiasmo aquella presencia grande y humilde y pronto empezaron a llamarlo El Tío. El felino puso de su parte y se acomodó a la dieta omnívora que podían ofrecerle sus anfitriones con su modesta economía. La noticia se propagó en el pueblo y algunos vecinos audaces se animaron a visitar la residencia del cazador y se sorprendieron al ver a aquel cuadrúpedo enorme que tenía más el espíritu sosegado de un San Bernardo que el de un gato doméstico. Esos pocos osados fueron seguidos por una romería, la gente del lugar constató que aquel león era inofensivo y al cabo de unas semanas el león paseaba por las calles polvorientas y los habitantes de la localidad se acostumbraron a su presencia y empezaron a colaborar en su manutención. En lo sucesivo los desperdicios de carne fueron meticulosamente guardados en cada hogar para dar alimento al león.

Así pasó un año y unas semanas más. Un buen día apareció un oftalmólogo que iba de pueblo en pueblo curando dolencias de la vista, supo del león ciego, pidió que se lo mostraran e identificó al instante la opacificación del cristalino. Tiene cataratas, explicó a los lugareños, y se ofreció a corregir el padecimiento, a condición de que los habitantes reunieran una cantidad de dinero que a todos los presentes pareció desmedida. Pero le tenían cariño al león y decidieron, en asamblea abierta, hacer un sacrificio en aras de su bienestar. Unas horas después se había conseguido el dinero mediante la cooperación de todos y el trato estaba hecho. Se dispuso una gran carpa en el parque para realizar la operación, el paciente fue emborrachado hasta dejarlo en un estado cercano al sueño, el médico hizo su tarea y al rato el león roncaba, atado a su camastro y con una gran venda sobre los ojos.

Cuando se la quitaron, dos días después, El Tío comprendió de golpe la monstruosidad de su situación: había sido adoptado como mascota por una tribu de humanos, eternos depredadores de los leones. Por instinto o por razón (algunos afirman que los mamíferos superiores razonan hasta cierto punto), y sin decir agua va, lanzó un zarpazo poderoso al que le quedaba más cerca, que era precisamente el oftalmólogo, se incorporó, olfateó a su víctima, que se debatía en el suelo con las tripas de fuera; rugió como un verdadero león, se dirigió con paso despectivo hacia la salida del pueblo, se internó en la sabana y ya nadie volvió a encontrarlo.

Ahora los tremores entre el fondo del recipiente y la hornilla han adquirido un ritmo regular y puede verse una columna de vapor casi sólida que emerge del pico de la tetera. La eternidad nos ha transformado y ya somos dos personas distintas a las que se sentaron a platicar en tanto hervía el agua. El grano molido espera, con una paciencia muy superior a la nuestra, y te levantas y retiras el líquido del fuego mientras yo acerco la cafetera. Lo viertes casi en cámara lenta, el vapor se expande por la cocina y en el encuentro del café y del agua brota una espuma achocolatada. El café está listo.

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