Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 5 de octubre de 2014 Num: 1022

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El alimento: la liga del
migrante con su origen

Felipe González

Tamales cotidianos
y de fiesta

Daniel Becerra, Ruth Juárez
y Aleyda Aguirre

Las alumbradas, una
tradición subvertida
por la violencia

José A. Campos

Lo único que me pueden quitar es la vida
María Bravo

Las panochas calentanas
Raquel Rodríguez Estrada

Un guisandero apreciado

Tierra Caliente:
identidad y arte culinario

Aleyda Aguirre Rodríguez

Sangre de iguana
para vivir más años

Las cifras de la guerra

La danza de los viejitos:
resistencia y dignidad

Margarita Godínez

Leer

Columnas:
Galería
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
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Bemol Sostenido
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Paso a Retirarme
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La Jornada Semanal

 

Aleyda Aguirre Rodríguez

Carnitas estilo Michoacán

Cientos de familias del Cubo y el Guayabo fueron desplazadas por los enfrentamientos de narcotraficantes. Foto: Víctor Camacho/ La Jornada

Testimonios de personas afectadas por la guerra contra el narco, originarias de algunos municipios de Tierra Caliente, afirman que además del dolor por las muertes y el éxodo de sus familias, muchas otras actividades se han trastocado en la región. Extensiones grandes de terreno están ociosas, infinidad de casas y comercios se encuentran abandonados porque sus pobladores huyeron, primero de la pobreza –la carencia de oportunidades de estudio y de trabajo– y recientemente por el peligro constante de muerte.

El deterioro de sus pueblos empezó hace mucho tiempo. Ponen como ejemplo la disminución de la siembra de ajonjolí, que es el cultivo emblemático en la región, generada por la caída de su precio a nivel internacional, por la intervención de revendedores, los efectos de los tratados de libre comercio, la migración –“entre 25 mil y 30 mil michoacanos se han marchado anualmente a Estados Unidos durante los quince años recientes” (La Jornada/15/VII/10)–, y últimamente el éxodo, las ejecuciones y el cese de actividades ocasionadas por el recrudecimiento de la violencia generada por el crimen organizado y el narco.

Preservar la identidad

No obstante, existe entre los calentanos un vínculo fuerte que, de alguna manera, los mantiene unidos; vínculo al que se refieren con sonrisas y alegría, a pesar de que entre sus familiares hay víctimas de la guerra sostenida contra el narco. Ese punto de unión es su gastronomía regional... Basta pregunta a alguno de ellos por sus costumbres culinarias: viva donde viva, sonríe, anhela, atesora, goza y hace de su pasado gloria y a veces hasta llora.

Es vasta la historia de la comida en esa región de altos calores que ha sido acosada por el narcolos zetas, la familia michoacana, los caballeros templarios– y el crimen organizado, pues es una tierra rica en frutas silvestres y cultivadas, animales de pastoreo y granja, así como en guisos, sopas, panes elaborados en hornos de adobe y postres de historia ancestral.

No es casualidad que, ante las ejecuciones y la catástrofe, en sus pláticas y quehaceres cotidianos, los calentanos que viven fuera o dentro de la región se aferren a sus costumbres culinarias. Edmundo Escamilla, historiador gastronómico, afirma que las tradiciones son parte de la “salud social y a través de la comida podemos conservar nuestra identidad y unión”. Tampoco es por azar que en 2006 se impulsara la iniciativa de que la gastronomía mexicana fuera reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, lo cual finalmente fue otorgado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en 2010, y fue el estado de Michoacán el que se presentó como ejemplo para realizar el expediente que sustentó dicha iniciativa.

Mantener esta designación implica que el gobierno mexicano tome acciones contundentes para salvaguardar, rescatar y apoyar la producción de alimentos, preservar las culturas locales, reivindicar la identidad, custodiar los saberes ancestrales transmitidos de generación en generación, fortalecer el turismo y compartir el acervo gastronómico con otros países. Asimismo supone, como apunta la antropóloga Yuriria Iturriaga, “comprometer al gobierno mexicano en una cruzada de rescate de un pueblo amenazado: el de los trabajadores del campo, del fogón y del artesanado” (La Jornada, 08/II/2012).

Sin embargo, el nombramiento de la UNESCO contrasta con la actual amenaza que se cierne sobre los productos endémicos, debido a la entrada a México de los transgénicos (véase el suplemento especial Maíz: no a los transgénicos, la globalización económica y sus tratados de libre comercio; el calentamiento de la Tierra que es generador de catástrofes naturales y escasez o abundancia de agua; las migraciones, el abandono del campo; el crimen organizado y las erróneas estrategias del gobierno para combatirlo, así como la creciente dependencia alimentaria. Todo ello afecta directamente al “patrimonio vivo y el modo de vivir de los pueblos en los que reposa la pervivencia y el desarrollo de la diversidad cultural que enriquece al mundo”.

“La comida es lo que nos queda”

Aunque viven en el Estado de México desde hace muchos años, por primera vez Astrebertha, Librada y María se reúnen para hablar de su Michoacán y su Guerrero, de la violencia que azota su tierra natal, pero también de los sabores, guisos, mezclas e historias sobre cómo fue que su madre o su abuela sembraron en ellas las recetas de los platillos antiguos. La comida las une, las hermana y “es lo que nos queda”.


La guisandera y el aprendiz en el Encuentro de Cocineras de Michoacán

Tímidas ante las preguntas, se van soltando poco a poco como quien se deja acariciar por las palabras. Cuentan de Cutzamala, San Miguel Totolapan y Ciudad Altamirano, lugares de los que han huido cientos de familias debido a la violencia. Fueron arrancadas de su terruño para buscar mejoras económicas hace más de cuarenta o cincuenta años, “porque allá no había nada, ya ni se sembraba, y en algunos pueblos ya ni gente había”. Actualmente viven en Ecatepec, donde a veces se sienten “más de acá y menos de allá”.

Ninguna estudió; en su infancia sólo se instruía hasta el cuarto año de primaria. A María su padre no la dejó ir a la escuela por temor a que “le mandara cartas a los hombres”. Su pueblo está casi vacío. Si de letras no saben casi nada, en cambio son expertas en sabores, olores y mixturas; llevan consigo su comida, sus costumbres y algunas, todavía, su forma de hablar salpicada de regionalismos.

Saben preparar pollo en chiliajo, frijoles puercos, chimpa (así le llaman al mole verde) birria, pollo con arroz (sazonado con el comistrajo, los condimentos) tamales nejos, huilotas, aporreado, chile de mango o ciruela (cirguela, le llaman) y muchos otros platillos. Astrebertha incluso puso su cenaduría en Ecatepec, donde cada ocho días vende enchiladas bañadas con chile guajillo amalgamado con orégano, pimienta, clavo, cebolla, jitomate, pollo dorado y queso cotija.

Si no nos vemos en esta vida, nos veremos en la otra...

Los recuerdos de Librada son distintos. Tiene un padre que antaño fue dueño de tierras, hombre estricto que la puso a trabajar escardando el ajonjolí: “Cuando la plantita del ajonjolí va creciendo hay que arrancar el bosque (desyerbar) con la tarecua para que quede limpia y no le quite vitamina. Mi papá vendía el ajonjolí por toneladas, también sembraba cacahuate y comba [familiar del frijol] que se planta junto con el maíz. ”

Ahora sus hermanos se encargan de esos terrenos, siembran también cacahuate, maíz, frijol y calabaza. Ajonjolí ya no, porque los comerciantes y distribuidores lo pagan muy barato. Su prosperidad ha sido motivo de acoso “por parte de los maleantes”.

A Librada no le quedaron ganas de volver a Guerrero. La vida en el campo es muy dura. “Si uno no hacía bien las cosas nos daban con la garrocha con la que le pegaban al buey”, dice. Y “como mujer” tenía que llegar a ayudar a su madre en la cocina: cuando era pequeña le tocaba moler el maíz en el metate. Añora preparar un caldo de res con “animales de allá”, porque aunque lo guisa en Ecatepec, no le sabe igual.


Pobladores de la región, circa 1950

Su papá les decía: “Si yo como frijoles, ustedes van a comer también frijoles y van a trabajar conmigo, no con otros patrones que las burlen o las hagan sus amantes. Ustedes se van a ir de aquí cuando se casen.” Y así fue.

Tampoco puede regresar a Guerrero, aunque allá están sus padres y hermanos, por la violencia exacerbada que se vive en su pueblo. Hace poco, el crimen organizado secuestró y asesinó a su primo y raptó a su hermano, a quien finalmente liberaron después de pagar el rescate. No pueden irse de su estado porque su familia es muy grande. Su mamá le pidió que ya no regresara y así la consoló: “Si no nos vemos en esta vida, nos veremos en la otra.”

Las bodas, bailes, jaripeos y corridas de toros “se han suspendido” en varias comunidades calentanas. “Tienen que pedirle permiso a los maleantes y a las autoridades para el jolgorio”, aseguran estas mujeres migrantes. “A mi sobrina –dice María–, que apenas se casó, le cobraron 36 mil pesos. Ellos cuidan ‘que no haya pleito’, venden la cerveza, cosa que por tradición hacían los dueños de la fiesta para recuperar lo invertido. Si se oponen al pago, hay muchos problemas.” Cuando hablan de esto bajan la voz, apenas si se atreven a decir quiénes son esos maleantes y cuáles son los problemas que habría si no los obedecen.

Pablo dice que en Las Parotas, cuando se casó su sobrina, “pagó 30 mil pesos para que la dejaran hacer la fiesta. Ya está duro para hacer una fiesta y para comer. Si están construyendo su casa luego les caen; en Ciudad Altamirano muchos cerraron sus negocios, están abandonados, se fueron por miedo. Es una tristeza grande porque no se puede hacer nada”.

Un caballo “murió de tristeza”

Trini vive en el municipio de Nezahualcóyotl. Su papá se siente afligido pues, si viaja a La Maestranza, corre el riesgo de perder la libertad y la vida: se encuentra “en la lista de los que van a secuestrar”, asegura. El caballo de ese hombre murió de tristeza porque tenía dos años que no lo montaba. También tuvo que pagar el rescate de su caporal, quien estuvo secuestrado quince días.

Para no hacer más profunda la lejanía con su tierra y sus raíces, una de sus tías les consigue longaniza, cecina, queso fresco, pan de Tlapehuala, panochas, semitas... Han buscado la forma de hacer sus tradicionales comidas familiares en Nezahualcóyotl, mientras “mejoran las cosas”.

Recetas en papelitos

Feliciana vino al Distrito Federal a sus trece años porque su mamá quería que estudiara, aunque confiesa entre risas que no le cumplió. Tierra Caliente es ruda: “En los bailes siempre había muertos, muchos traían pistola, era algo normal. Yo creo que por eso mi mamá nos mandó a la ciudad. Nos decía que no nos fueran a aventar un balazo.”

Mantuvo un vínculo fuerte con su lugar de origen a través de las recetas de los guisos tradicionales que le pedía a su mamá y hermanas por teléfono; las anotaba en papelitos que luego se perdieron, pero el modo de elaborar las comidas quedó en su memoria.


Juanita Bravo Lázaro, principal promotora de la comida mexicana como Patrimonio Cultural de la Humanidad

La entrevista se torna una fiesta gastronómica cuando llega su hermana Mariana y entre las dos hacen un recorrido, al parecer interminable, de las cocina de los calentanos: pollo en nata, bagre en asado, pozole guerrerense y michoacano, carnitas, frito, picadillo con carne de res deshebrada en el molcajete, chili con queso o requesón, birria, salsas de fruta, caldo y atole de pinole con cirgüela, nacatamales, sopa de la virgen, combas con huevo, chile de encuentro...

Describir los platos las hace felices, ríen a carcajadas, aunque su voz se apaga cuando irremediablemente se refieren a la violencia que castiga a sus pueblos. Toda la atmósfera cambia por completo cuando cuentan el trágico suceso familiar: el asesinato de una de sus hermanas ocurrido hace cuatro años en La Huacana. También lamentan la desaparición de la señora que comerciaba cecina a la Central de Abasto del DF, y un sinfín de atrocidades cometidas en estos años de azoro.

“A nosotros nos da temor ir para allá, pero allá está nuestra familia, nuestros padres, nuestros hermanos. Han desaparecido a muchos jóvenes y se han robado a las muchachas. Cuando son las fiestas del pueblo, ellos ponen los toritos para quedar bien con la gente. Todos se cuidan de no hablar mal de ellos porque les cosen la boca o los matan.”

Juanita, lamenta que la gente de Tlalchapa, y en general de Michoacán y Guerrero, esté con “mucha desconfianza”; sus nietos, que viven en San José, California, están imposibilitados para visitarla porque tienen miedo. En una ocasión, uno de sus hijos no pudo llegar a verla cuando enfermó: un retén le impidió el paso al pueblo. “Descabezan a la gente, la secuestran, se llevan a hombres y mujeres, los desaparecen. Hacemos oración para que se aplaquen los corazones de los maleantes.” Las fiesta había estado silenciada porque “ellos mandaban y querían regir en todo, no había sosiego, pero poco a poco estamos volviendo a la normalidad.”

Migración

De acuerdo con datos del Censo de Población y Vivienda de 2010, realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), Michoacán ocupa el segundo lugar en migración hacia Estados Unidos, con 83 mil 642 personas expulsadas. Cifras del Banco Mundial de ese mismo año revelan que de México han salido alrededor de 11.9 millones de personas hacia el vecino país del norte.