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Ayotzinapa, crimen de lesa humanidad
S

on jóvenes, en su mayoría hijos de familias campesinas, estudiantes de una normal rural. Por eso los desaparecieron de manera forzada. Defienden la educación pública, el normalismo rural, la enseñanza al servicio de los más necesitados, la transformación social del país. Por eso les dispararon y los secuestraron.

La desaparición forzada de los alumnos de Ayotzinapa fue obra conjunta de la policía municipal y de sicarios al servicio del cártel Guerreros Unidos. No hay diferencia entre unos y otros. De día, los criminales trabajan con uniforme; de noche lo hacen vestidos de civil. En el estado delincuencial que reina en vastas zonas de Guerrero, narcotraficantes y gendarmes son las dos caras de una misma moneda.

A los muchachos de Ayotzinapa los secuestraron y les dispararon porque quienes lo hicieron podían hacerlo. No les costaba nada quitarles la vida o llevárselos al margen de la ley. El clima de satanización a los normalistas, impunidad generalizada y estado delincuencial los hizo creer que nada les pasaría, que tenían licencia para matar.

De por sí, desde antes del 26 de septiembre, a los normalistas rurales los han demonizado en la región y en el país. De ellos se ha dicho cualquier cantidad de calumnias, sin necesidad de demostrarlas. Lo han hecho los comerciantes del estado, los empresarios encabezados por Claudio X. González y sus Mexicanos Primero, los funcionarios educativos en turno, los políticos de todos los partidos.

En Guerrero, impunidad es el nombre del juego. Las víctimas de las matanzas de Aguas Blancas (1995) y El Charco (1995) siguen esperando justicia. Armando Chavarría, líder del Congreso de Guerrero y aspirante a la gubernatura de la entidad, fue ultimado en 2009. Su crimen sigue sin resolverse. En diciembre de 2011 diversas policías asesinaron a dos estudiantes de Ayotzinapa. Los homicidas están libres. Muchas regiones de la entidad están llenas de cementerios clandestinos que albergan las osamentas de difuntos sin nombre.

Acapulco, Iguala, Eduardo Neri y muchos otros municipios más del estado son territorio del narcotráfico. Guerreros Unidos, Los Rojos, La Familia y sus desprendimientos disputan el negocio de la siembra de mariguana y amapola, las rutas y los mercados de estupefacientes, la industria del secuestro y la extorsión. Por eso han brotado como hongos policías comunitarias y autodefensas. Apenas el pasado 12 de septiembre un comando de 100 hombres encapuchados irrumpió en la comunidad de Carrizalillo, donde opera una enorme mina de la canadiense Goldcorp, disparando contra civiles al tiempo que aseguraban que el poblado les pertenece.

Como muestran los casos de Iguala y Olinalá, entre otros muchos, esos cárteles gozan de la protección y el apoyo de políticos y policías en los municipios y en el gobierno estatal. Cuando José Luis Abarca, el alcalde de Iguala, fue señalado como responsable del asesinato de tres opositores a su gobierno, la denuncia fue frenada. El alcalde fue protegido por el Congreso local, por funcionarios del gobierno estatal y por al menos un diputado federal. Nestora Salgado, la comandante de la policía comunitaria de Olinalá, fue encarcelada en agosto de 2013 en un penal de alta seguridad porque publicó un comunicado de prensa en el que señaló el involucramiento del alcalde de su municipio y de otros funcionarios gubernamentales con el tráfico de drogas.

Esas redes de complicidad obligan a desaparecer los poderes en la entidad. Con ellas no hay forma de que se haga justicia. La administración de Ángel Aguirre Rivero se inauguró con el asesinato de dos normalistas de Ayotzinapa. El nuevo crimen contra ellos perpetrado el pasado 26 de septiembre hace necesaria su salida. De por sí, es un mandatario ausente.

El gobernador Aguirre no lleva las riendas del gobierno en Guerrero. Para todo efecto práctico, sobre todo en asuntos de seguridad, quien conduce la administración de la entidad es su sobrino, Jesús Ernesto Aguirre Gutiérrez, primero coordinador de Proyectos Estratégicos de la administración estatal y ahora asesor externo, con oficinas en Casa Guerrero y personal bajo su mando.

Antes de convertirse en el superoperador del gobierno de su tío, Jesús Ernesto Aguirre Gutiérrez era un funcionario de medio pelo en el Issste, de donde salió ( La Jornada Guerrero, 16/5/09), acusado de desviar recursos millonarios de la institución para respaldar la campaña de su primo hermano, Ángel Aguirre Herrera, como candidato del PRI a diputado federal por el distrito 8 de la Costa Chica.

Aguirre Gutiérrez tiene en sus manos la relación con la prensa, con actores políticos y poderes fácticos claves de todo tipo en la entidad, decide en materia de compras, educación y turismo. En los hechos es la mano que mece la cuna del gobierno del estado. Con ese poder no puede ser ajeno a lo sucedido en Iguala.

Fueron policías los que dispararon contra los estudiantes de Ayotzinapa y los arrestaron. Fue el director de seguridad pública de Iguala, Francisco Salgado Valladares, quien ordenó detenerlos. Los muchachos fueron sacados en vehículos oficiales. Para todo fin práctico, las autoridades estatales permitieron que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y el director de seguridad pública huyeran. El PRD tardó ¡una semana! en expulsar de sus filas al presidente municipal y, a pesar de las graves denuncias que existían en su contra desde que fue designado su candidato, en 2012, siempre lo protegió y avaló. Y aún ahora sigue defendiendo a Ángel Aguirre Rivero.

Si en la región campea el poder del narcotráfico es porque los tres niveles de gobierno lo permiten. Por donde se le vea, Ayotzinapa es un crimen de Estado, pero es también un crimen de lesa humanidad, tal como está estipulado en el Estatuto de Roma de la Corte Internacional Penal. No hay otra forma de nombrar el homicidio de seis personas a manos de policías (tres de ellas estudiantes), la tortura y la desaparición forzada de 43 jóvenes, en su mayoría hijos de campesinos y alumnos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos. ¡Vivos de los llevaron, vivos los queremos!

Twitter: @lhan55