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Reflexión sobre la antropología en los 50 años del Museo Nacional
M

i primera maestra de antropología fue mi madre, que estudió su licenciatura en esa materia en la Universidad de California en Berkeley, con cuatro hijos pequeños. Yo tenía ocho años cuando ella comenzó su licenciatura y para estudiar y cuidarnos a la vez, cuando le tocaba, solía hacer repasos para sus exámenes en voz alta. La verdad, no recuerdo gran cosa de sus lecturas. Sólo retengo nombres que se me quedaron por su sonoridad, como “ australopitecus” o “ pitecantropus erectus”. Ni idea de qué clase de bichos hayan sido esos humanos antiguos de la antropología de los años 60, sin duda.

Para mí eran, sobre todo, latinajos deliciosos, que remitían a modelos e ilustraciones –reconstrucciones plásticas de un humano primitivo y peludo, persiguiendo al mamut con lanza de palo. Pero pese al desinterés de mi interés, algo aprendí, supongo. Quizá incluso haya aprendido mucho, porque esos repasos incomprensibles se relacionaban, de manera incierta pero segura, con otras actividades que tenía, que sí que me gustaban. El repaso de libros con dibujos de la evolución y la historia humana, sí, pero sobre todo fue complementándose con viajes, y con el desarrollo en mí de cierto ánimo arqueológico, inspirado, ese, quizá más por mi padre que por mi madre, porque como geofísico que es, mi padre sabía un montón de geología, que es una ciencia histórica (como bien hizo notar hace años Claude Levi-Strauss), y juntos buscamos y encontramos buen número de fósiles. Aparecían ahí también otras palabras, también de pronunciación deliciosa y de referente para mi incierto, como precámbrico o placa tectónica.

Todo eso seguramente me haya preparado para enamorarme de la antropología. Pero el enamoramiento en sí sucedió en México, en sus sitios arqueológicos y, de manera constante y repetida, en las visitas al Museo Nacional de Antropología. Ahí las palabras de nueva sonoridad –como ‘zapoteca’ o ‘cacchiquel’– tuvieron para mí referentes claros, que me entusiasmaban tanto como los nombres que los invocaban.

Hoy, en las celebraciones de los 50 años del museo, pienso que parte del encantamiento que sentí en el recinto tenía que ver con la forma en que fusionaba una modernidad mexicana, inspirada en el mundo precolombino, con la presentación impecablemente luminosa, de la antigüedad mesoamericana. Ese efecto, tan impresionante, se respiraba por todas partes en el magnífico museo, que era para mí, en ese entonces, tan transparente como el aire.

Hoy, después de tantas horas de vuelo en la antropología, me doy cuenta de que la magia del Museo Nacional de Antropología fue, en sí misma, la coronación de un trabajo antropológico –llamémoslo el de la antropología de la Revolución Mexicana– que buscó fincar una modernidad mexicana en el pasado precolombino. Así, Manuel Gamio, que hizo trabajos antropológicos y políticos en Teotihuacán desde tiempos de don Venustiano Carranza y durante la presidencia de Alvaro Obregón, imaginaba su proyecto teotihuacano como un emblema del quehacer revolucionario de su generación. Para Gamio, las pirámides de Teotihuacán eran una prueba material incontrovertible del potencial del pueblo mexicano: habían podido construir esa ciudad, hacía casi 2 mil años. Por otra parte, los pobladores del pueblo de San Juan Teotihuacán, campesinos pauperizados, peones de hacienda, eran resultado de la degradación colonial y de la explotación neocolonial del porfiriato. El trabajo revolucionario era redimir a ese pueblo, reconstruyendo la pirámide, sí, y repartiendo tierra, y ofreciendo formación y capacitación educativa, para que volviera a ser capaz de construir un Teotihuacán, pero moderno. Así, la antropología revolucionaria se involucró desde sus inicios en la construcción de una imagen del futuro de México, fincada en su pasado. Por eso todos esos antropólogos, toda esa antropología, tenía que colaborar siempre con pintores como Diego Rivera, dibujantes y diseñadores gráficos, como Alberto Beltrán, o arquitectos, como Juan O’Gorman o, en el caso del Museo Nacional de Antropología, Pedro Ramírez Vázquez.

La antropología mexicana de inicios y mediados del siglo XX consiguió construir una imagen del futuro de México fundada en la elaboración estética y política del pasado precolombino.

Esa fórmula comenzó a agotarse más o menos en la época misma de la construcción del Museo Nacional, porque el Estado moderno estaba ya para entonces desgastado respecto de los proyectos reformadores del indigenismo de las décadas de la posrevolución: ya no se repartía gran cosa a nivel de tierras, y el mundo urbano de México comenzaba a opacar por su complejidad al mundo campesino, dando pie a un México que no tan fácilmente se podría modelar en un modernismo indigenista. Por eso Carlos Monsiváis dijo, ya para los años 70, que en México no había casa de pobre sin televisión, ni casa de rico sin piezas arqueológicas precolombinas. Y por eso, también, surgió en los años 60 y 70 una narrativa como la de la onda, que retrataba un mundo que ya no se agitaba tanto con lo azteca ni lo olmeca.

Recuerdo siempre que mi antiguo vecino y amigo, Ludwig Margules, que en paz descanse, le decía a El Colegio de México (donde yo trabajaba, en ese entonces) la morgue del saber. Pues, siguiendo esa metáfora, bien podemos decir que los éxitos pasados de la antropología, tan rotundos, tuvieron el efecto involuntario de aislar un poco a la antropología en sus propios mausoleos –INAH, ENAH, Ciesas… Y ese aislamiento, aunado a la muerte lenta del cronotopo de Manuel Gamio, de una modernidad fincada en la recuperación presente de la grandeza pretérita, acabó por aislar a la antropología del resto de las ciencias sociales.

Hoy, a los 50 años de este gran museo (porque lo es), cabría hacer un llamado a que la antropología vuelva a tomar parte en la invención del México futuro. La antropología tiene un elemento único para lograrlo: su compromiso artesanal con la etnografía, que es una forma de poner el cuerpo para generar el dato. Esa práctica de generar datos directamente en la interacción –la etnografía– acerca al antropólogo a la experiencia social de una forma más directa, corporal y, por tanto, más reflexiva, que las ciencias sociales basadas en datos de encuesta.

La estética del futuro ya no puede surgir de una dialéctica simple con el pasado precolombino. Hoy, a los 50 años del Museo, importa recordar que es posible construir imágenes de futuro, a partir de la seducción amorosa del potencial inmanente del presente. Nuestro museo fue un ensayo brillante y demostración práctica de esa posibilidad.