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Ver día anteriorJueves 9 de octubre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las asambleas anuales...
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se sínodo planetario de la economía y las finanzas, se inició formalmente ayer, como ocurre cada bienio, en la sede del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Dos semanas después de que los líderes políticos se congregaron en Nueva York, para dejar nueva constancia de su desoladora incapacidad para frenar de manera efectiva el calentamiento global, los representantes de los dueños del dinero –ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales– lo hacen en Washington para, con toda probabilidad, pronosticar, una vez más, una salida efectiva de la gran recesión, iniciada hace seis años. Lo han venido haciendo de manera regular desde el inicio del decenio para, cada año, verse desmentidos por la terca realidad. Recuérdense las cifras: para 2011, cuando se hablaba de los primeros brotes de la recuperación, el FMI predijo un crecimiento global de 4.4 por ciento, que, con las cifras reales, cerró en 3.9 por ciento; para 2012, a pesar de que se aceptaba el carácter titubeante de la recuperación, se pronosticó un crecimiento de 4.5 por ciento, que en los hechos se redujo a sólo 3.5 por ciento; para 2013, cuando se mencionaron nuevas expectativas, la estimación se situó en 3.9 por ciento, para concluir más adelante en 3.4 por ciento de crecimiento real; para 2014, cuando se anunció que, por fin, la economía mundial doblaría la esquina de la crisis, la previsión inicial de 4.1 por ciento ha sido reducida, en la actualización de otoño, a sólo 3.3 por ciento y, por sobre las incertidumbres políticas y económicas prevalecientes, se plantea una estimación de crecimiento global de 3.8 por ciento para 2015. Así, las asambleas anuales del fondo y el banco se han vuelto el momento de registrar la decepción ante la recesión que no cesa –como se diría con una alteración mínima del titulo de Miguel Hernández– y de alimentar las expectativas de un tiempo mejor, situado siempre en un futuro que se escapa.

Una diferencia importante de las asambleas anuales del otoño de 2014 es que, por diversos indicios, éstas parecen realizarse en un ambiente menos fantasioso y alejado de la realidad que las de años anteriores. Como es costumbre, las reuniones formales estuvieron precedidas por mensajes de los dirigentes de ambos organismos, que suelen proferirse desde una tribuna académica. En esta ocasión, la directora-gerente del FMI eligió la Universidad de Georgetown, en tanto que el presidente del Banco Mundial se acogió a la Howard University, también en Washington. Tanto en la declaración de Jim Yong Kim como en la de Christine Lagarde se encuentran elementos dignos de mención.

Ausente por mucho tiempo del debate convencional de política económica, desechada como una indeseable externalidad negativa, la desigualdad ha asumido, con la crisis, un rol central en las discusiones sobre el diseño de las políticas destinadas a responder a sus desafíos. Aunque precede en realidad a la aparición del libro, esa centralidad se vio enormemente reforzada desde principios del presente año con la aparición de la versión al inglés por Arthur Goldhammer del libro Le capital au XXIe siècle de Thomas Piketty, publicado por Éditions du Seuil un año antes.

Esta renovada atención al tema de la desigualdad explica la inusual circunstancia de que el presidente del Banco Mundial haya decidido dar crédito a una fuente que solía ser pasada por alto en los análisis del banco (y en los debates supuestamente serios sobre economía internacional): Oxfam International, la benemérita organización no gubernamental comprometida con la erradicación del hambre y la pobreza. Citando trabajos de Oxfam, Kim subrayó que la riqueza combinada de las 85 personas más ricas del mundo alcanza un monto equivalente a la que corresponde a 3 mil 600 millones de las más pobres. Pidió a su audiencia reflexionar en el hecho de que un grupo mucho menor que el número de personas en este auditorio posee mayor riqueza que la mitad de los habitantes del planeta. No se trata, por tanto, del uno por ciento sino de tres millonésimos de uno por ciento: magnitudes ambas inconcebibles en la enormidad y lo infinitesimal. Kim reconoció también un hecho sorprendente, para una institución que por siete decenios ha tenido el encargo de fomentar el desarrollo. “Por primera vez en su historia –dijo–, el grupo del Banco Mundial ha establecido como objetivo específico la reducción de la desigualdad global”. Se trata, precisó, de un conjunto de metas en materia de ingresos y desarrollo social, para que el 40 por ciento de los pobladores más pobres de los países en desarrollo mejoren su ingreso y tengan mayor acceso a elementos esenciales para la vida, incluyendo alimentos, vivienda, cuidado de la salud y empleos.

Por su parte, Lagarde advirtió que “puede hablarse de recuperación, aunque como todos sabemos –y sentimos– el crecimiento y la creación de empleos son absolutamente insuficientes”. Convocó a la adopción de políticas más audaces, que inyecten un nuevo impulso y permitan despejar la sombra de comportamiento mediocre que ensombrece el futuro. Concluyó: En su conjunto, la economía global es más débil de lo que preveíamos hace apenas seis meses. Para 2015 sólo cabe esperar una modesta mejora, pues se ha deteriorado la perspectiva del crecimiento potencial. Reconocimientos como este y exhortaciones de similar tenor han abundado a lo largo del quinto y sexto años de la crisis. Entidades tan cautelosas al plantear políticas orientadas al crecimiento y el empleo –que suelen primar la estabilidad de precios y financiera– como el Grupo de los Veinte parecen ensayar un nuevo tono. Desde 2014 el G-20 decidió adoptar una meta cuantitativa de crecimiento económico: adicionar colectivamente dos puntos al crecimiento económico global en el horizonte de 2018, procurando el mayor aliento posible al empleo y privilegiando la inversión en infraestructura. Ciertamente, antes de que cambie la realidad, han empezado a alterarse el tono y la tonada.

Cabe prevenir, sin embargo, cualquier brote de optimismo, pasando al plural lo que Rolando Cordera acaba de señalar en páginas de La Jornada: [Los] Estado[s] no se ha[n] mostrado sensible[s] a las señales del mundo desigual. En la práctica se impone la visión de las élites más atrincheradas en la defensa del privilegio, y es por eso que la estabilidad financiera de la macroeconomía se vuelve dogma y verdad única. Es por esto también que en los hechos se entiende como tarea de Estado la contención del crecimiento en aras de una estabilidad estancadora y al final de cuentas desestabilizadora de la dinámica económica real. Sin superar esta grieta política y conceptual no pueden concebirse ni diseñarse las políticas de largo plazo que reclama la agenda del desarrollo.