Opinión
Ver día anteriorViernes 10 de octubre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aguas profundas y turbulentas
L

os torrentes de indignación y perplejidad ante los hechos de Iguala, interpretados por una irritada opinión pública, hacen ya innecesario abundar sobre ellos. Lo terriblemente grave es que esos incalificables sucesos no son, a pesar de su increíble dimensión, más que una fotografía instantánea del enorme daño nacional causado, que aún no es evidente.

Es una foto flash de algo que los gobiernos panistas de Fox y Calderón ni olieron y que el actual, en su triunfalismo y afán simplificatorio, sencillamente se ha negado a aceptar. Una instantánea que, fugaz en el tiempo, sí es capaz de revelar, si se le quiere leer, toda una realidad.

Vivimos una auténtica descomposición social que se está consumando a gran velocidad. Su complejidad hace imposible analizar los factores en este espacio, pero resumiendo podrían citarse: corrupción tolerada, impunidad evidente, pésima educación, falta de oportunidades, gobiernos discursivos, simuladores y consecuentemente ineficaces.

Las condiciones de violencia que sufre el país evidencian una enorme falla de varios gobiernos: no poseer una visión trascendente de Estado. La conducción nacional, por sexenios ha carecido de diseño. La incuria de Fox y la incompetencia de Calderón hoy cobran facturas mediante el traslado a Peña Nieto de una herencia aciaga de desgobierno.

No entendieron esos señores la actuación sustancial que la cohesión social tendría sobre el futuro nacional, si se dispusiera de un pueblo enlazado, firme, con una organización constructora, satisfecha y confiada en la justicia, ésta en sus más vastas expresiones.

Hay algo peor: la herencia no ha sido denunciada por el actual gobierno, ha hecho suyos los costos. Cientos de miles de muertos y desaparecidos, patrimonios destruidos, todo fue perdonado, sin advertir su efecto ejemplificador ante la sociedad.

En aquellos enormes ultrajes el pueblo no contó, sólo aportó víctimas, y hoy Enrique Peña ha condonado esas deudas sin el conocimiento del pueblo ultrajado que, consecuentemente, está aprendiendo a surtirse por sí mismo.

Se siguió creyendo que gobernar es concebir a los pueblos sólo como destinados a pedir, sufrir y a consentir, ignorando su energía escondida. Esas concepciones arcaicas, iluministas, son propias de un gobierno egocéntrico, que menosprecia a la fuerza social, la que hoy está encontrando sus cauces, muchas veces equivocados.

A pesar de sus remisiones, el pueblo mexicano es positivo, es un pueblo sabio, deseoso de participación, valeroso y decidido, pero se le excluye mientras la autoridad dialoga con un espejo.

Las circunstancias de violencia que sufre el país significan una enorme falla de gobierno. Sus alcances, su naturaleza de aguas profundas y turbulentas, no se supieron anticipar; una vez más apenas hoy se está siendo reactivo, sólo reac­tivo. No hubo capacidad de predicción ni de previsión para este drama, esta vergüenza nacional y sus consecuencias.

Esta certidumbre puede molestar pero no ser contradicha, está expresada por un agrietado estado de derecho y por un pobre e inequitativo desarrollo que implica cada vez pobres más pobres en beneficio de ricos más ricos.

Somos víctimas de una conducción política, social y económica hacia un objetivo nacional que desde décadas carece de diseño. La energía que debiera conducir a la sociedad mediante su organización hacia mejorar su calidad de vida, sencillamente no existe. Se ha preferido una sociedad recipiente que una actora.

Se siguió creyendo que gobernar es manejar a los pueblos con discursos y escenarios, como seres destinados sólo a pedir y a acatar. Y ahí está el meollo: ciertas capas sociales en eclosión se han decidido por la autogestión, que a falta de una orientación constructiva, se encaminan al crimen. El levantamiento del EZLN, que fue una voz de ¡¡hasta aquí!!, no se entendió.

La visión gubernamental de la patria social es totalmente difusa, por eso no quieren atender asuntos tan dolorosos como la corrupción y la impunidad. Somos un pueblo exasperado y ello habrá de causar nuevas revelaciones de su desesperación.

Sostiene la Unión Europea, a través de su programa Eurosocial, que la cohesión social implica el desarrollo de políticas públicas y mecanismos de solidaridad entre individuos, colectivos, territorios y generaciones. Aquí estamos acabando con esa cohesión que sí existió, y muy sólida, sustituyéndola con una visión de gobierno digna de Moisés.

Todo esto es lo que engendra el homicidio lucrativo; lo que conduce al asesinato como facultad de los soliviantados; al comercio de personas, de armas, de dinero, de droga; al secuestro, extorsión, asalto, robo simple, el peculado y, en síntesis, a la quebradura social.

Esa disolución de la convivencia también la fomentan la ostentación de riquezas, la voracidad insaciable, el exhibicionismo exuberante, el fausto irrespetuoso, la discriminación social, en que todo ello conduce al irrespeto mutuo, recíproco, que se llama degradación social y es lo que estamos viviendo.

Así que, de haber una mínima razón en estas ideas, se podría reflexionar que estamos simplemente a la deriva sobre aguas profundas y turbulentas. Iguala es ya el registro histórico de un daño nacional mayúsculo originado por una descomposición deliberadamente ignorada.