Los pueblos indios de Chiapas
y su defensa del territorio

Dolores Camacho y Arturo Lomelí 

Una muestra de la vitalidad de los pueblos indios de Chiapas es la creciente población y su dispersión por la geografía estatal. De los casi 5 millones de habitantes que la entidad tiene en la actualidad, 50 por ciento pertenece a alguno de los diversos pueblos indios. Es posible que las cifras oficiales difieran, tratando de dejarlo en una cifra menor al 30 por ciento, pero aun esos datos muestran que la población indígena se ha incrementado. Un elemento fundamental de la vitalidad de los pueblos son las lenguas habladas y sus complejos escritos. Algunas extintas, como el chiapaneco o el qato’k, y tenemos los últimos hablantes de mochó en los barrios de Motozintla; de jakalteko u okaqichkel en comunidades de Amatenango de la Frontera y Mazapa de Madero; mam en los municipios de El Porvenir, Siltepec, La Grandeza, Tapachula y Motozintla. La vitalidad de las lenguas tseltal, tsotsil, ch’ol y tojolab’al está dada no sólo por el número de hablantes, pero las dos primeras rebasan el medio millón de personas y las otras superan los 100 mil. Hay cada vez más escritores de estas lenguas.


Yacatecuhtli, dios de los comerciantes, y un
pochteca, en el mural Cultura totonaca (fiestas y ceremonias), 1950. Diego Rivera

Otro aspecto de gran importancia es que los pueblos indios agrupados en municipios constitucionales, ejidos, localidades y comunidades ocupan más del 70 por ciento de la geografía chiapaneca, sobre todo en Los Altos, la Selva y el área fronteriza, donde existe una diversidad de ecosistemas y formas de vida que es la base de su cultura. La creatividad cultural de estos pueblos se debe a formas innovadoras de vivir, lo contrario a la visión de “marginados” que se hace de ellos. Debemos verlos como maestros, no como objetos de museo. Una de sus enseñanzas es su forma de vida, la idea comunitaria que prevalece entre ellos. Este sentido comunitario presenta enormes valores positivos cuando se trata de la solidaridad y el apoyo mutuo, del esfuerzo colectivo para enfrentar y resolver problemas comunes; ello no los libera de conflicto, pero la organización social y política de estas poblaciones es su fuerza y vitalidad porque se sostiene en una idea de vida donde el “otro” comparte el mismo mundo. Esto les ha permitido sobrevivir y mantener formas organizativas que sostienen su cultura a pesar de la pobreza y la marginación que enfrentan.

Después del levantamiento armado del EZLN hemos sido testigos de cantidad de proyectos y programas gubernamentales aplicados en las regiones indígenas chiapanecas, todos con el objetivo de atacar las causas que dieron origen al levantamiento. Los resultados de tantos recursos invertidos no son visibles. Los datos del CONEVAL siguen poniendo a Chiapas como uno de los estados más pobres del país; el gobierno de Juan Sabines intentó modificar los indicadores de desarrollo humano mediante la construcción de ciudades rurales, pero los hechos demuestran que “los logros” no fueron significativos: grandes gastos y poca efectividad; los “beneficiarios” luchan por sobrevivir en un territorio que no es el suyo.

Por otro lado, los ejidos y comunidades que no aceptaron la aplicación del Procede, ahora resisten a la presión gubernamental para que acepten el FANAR, que va del convencimiento de los beneficios que traería, hasta amenazas o la utilización de asambleas fraudulentas. El resultado son conflictos internos que cada vez dividen más a las poblaciones rurales.

Los llamados megaproyectos son la fase más actual del avasallamiento al campo chiapaneco, no porque sean nuevos o grandes, sino muchos y por todos lados. Su característica principal es que, para realizarse, los campesinos e indígenas son despojados de la tierra. Minas, presas hidroeléctricas, ciudades rurales, centros ecoturísticos, carreteras y, para complementar el panorama, la reconversión productiva. Todo lo cual orilla a los campesinos a dejar de ser agricultores y convertirse en empleados de hoteles y constructoras, o beneficiarios de programas de subsistencia.

El territorio rural chiapaneco es atacado por todos lados. Más de cien concesiones mineras que representan 270 mil hectáreas, aunque todavía no son trabajadas en su totalidad. La hidroeléctrica Chicoasen II ya se construye, y la Angostura II está programada. Tanto minería como presas afectan mayoritariamente territorios campesinos no indígenas. La premura y sigilo con que se realizan los proyectos propicia que los perjudicados no conozcan de su existencia más que por rumores, y por lo tanto las manifestaciones de resistencia tardan en aparecer, en algunos casos después de que el proyecto ha iniciado.

La desestructuración del movimiento campesino chiapaneco propicia que las reacciones sean lentas y aisladas. Sólo donde existen organizaciones fuertes, normalmente relacionadas con organizaciones civiles, podemos observar algún tipo de resistencia a los proyectos.

Son los pueblos indios quienes manifiestan un mayor conocimiento de los efectos negativos de los proyectos y tienen un nivel organizativo más efectivo, gracias a que su organización política y social viene de procesos históricos complejos y de largo alcance. La mayor resistencia está en sus territorios. Es conocida su oposición a proyectos ecoturísticos que llegan disfrazados de comunitarios, pero no son más que formas de convertir los espacios ricos en agua y biodiversidad en centros turísticos. La carretera San Cristóbal-Palenque es un ejemplo claro de resistencia. El primer intento fue detenido por la comunidad de Mitzitón en el sexenio anterior. Y ahora, en el segundo intento, habiendo modificado el trazo original, los pueblos libran contra las imposiciones gubernamentales una batalla desigual pero fuerte. Utilizando las redes globales han difundido sus razones. Que se afecta no sólo la biodiversidad sino la cultura, quedó demostrado en la peregrinación del 17 de septiembre a la Laguna Suyul, lugar sagrado que sería afectado por el trazo de la carretera. Son los indígenas quienes encabezan estas resistencias y defensas del territorio; lo hacen porque  sienten amenazado su territorio, que implica su propia vida, no sólo la tierra.

La misma situación la viven los indígenas de Guatemala. Allá van “más avanzados”, ironizan: la luz está privatizada, las mineras están por todos lados, sólo les queda agarrarse del último eslabón, el derecho de las poblaciones indígenas a la consulta informada. Necesitan organizarse y ejercer más presión; si internacional, mejor. Intentan juntarse con los mexicanos para vencer a las transnacionales. Tienen muchas estrategias, pero lo más importante es mantener el consenso y defender la cultura. Como expresa Ramona Margarita Domingo, luchadora social jakalteca, en Jakaltenango, Guatemala (junio 2014): “Es importante que estemos en acuerdo, que entremos en consenso en las diferentes situaciones que nos puedan afectar positiva o negativamente, debemos estar siempre en el acuerdo al que debemos de llegar todos. En esta forma nuestro idioma está fortaleciendo los movimientos, puesto que estamos retomando nuestra cultura, lo que es parte de nuestras raíces, para respetarnos unos a otros. Estamos conscientes. Es la forma de entender de nosotros los mayas, una forma de que debemos de respetar todo lo que nos rodea. Las grandes empresas están apropiándose de nuestras tierras, pero si tenemos esa fuerza y esa valentía, el interés por defender lo que nos corresponde, estaremos siempre defendiendo nuestro territorio y de igual manera la madre naturaleza, que es nuestra”.