Opinión
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Ayotzinapa, terror clasista
F

ue un crimen de Estado. Los hechos de Iguala, donde seis personas fueron asesinadas, tres de ellas estudiantes, hubo 20 lesionados −uno con muerte cerebral− y resultaron detenido-desaparecidos de manera forzosa 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, configuran crímenes de lesa humanidad.

Los ataques sucesivos de la policía municipal y un grupo de civiles armados contra estudiantes; las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada tumultuaria y la tortura, desollamiento y muerte de Julio César Fuentes −a quien, con la modalidad propia de la guerra sucia, le vaciaron la cuenca de los ojos y le arrancaron la piel del rostro−, fue un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) hacia los estudiantes normalistas. Agentes estatales violaron el derecho a la vida de tres de sus víctimas y una fue torturada; los 43 desaparecidos fueron detenidos por agentes del Estado, acto seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de desaparición forzosa.

Como tantas veces antes desde 1968, asistimos a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la muerte, cuya misión es desaparecer lo disfuncional al actual régimen de dominación. La figura de la desaparición, como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, no es un exceso de grupos fuera de control, sino una tecnología represiva adoptada racional y centralizadamente que, entre otras funciones, persigue la diseminación del terror.

Ante la gravedad de los hechos y el escrutinio mundial, autoridades estatales y federales han venido posicionando mediáticamente la hipótesis del crimen organizado y las fosas comunes, coartada que de manera recurrente ha sido utilizada como estrategia de desgaste, disolución de evidencias y garantía de impunidad. Una lógica perversa que, en el caso de Iguala, busca difuminar responsabilidades y encubrir complicidades oficiales, y juega con el dolor de los familiares de las víctimas y sus compañeros. Como dicen las madres y los padres de los 43 desaparecidos, las autoridades andan buscando muertos, cuando lo que queremos es encontrar a nuestros muchachos vivos.

No es creíble que los hechos hayan respondido a una acción inconsulta de un grupo de efectivos policiales. Resulta en extremo sospechoso que desde un principio no se contemplara la cadena de mando en el marco del Operativo Guerrero Seguro, y que incluso se facilitaran las fugas del director de seguridad pública, Francisco Salgado Valladares, y de su jefe, el alcalde con licencia José Luis Abarca.

Dieciséis de los 22 policías municipales procesados dieron positivo en la prueba de rodizonato de sodio −es decir, dispararon sus armas− y podrían ser los autores materiales de los asesinatos. Falta saber quiénes son los responsables intelectuales y cuál fue el verdadero móvil de los hechos, incluidas las 43 detenciones-desapariciones forzadas.

Según consignó Vidulfo Rosales, abogado del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, las autoridades ministeriales no procedieron a practicar un interrogatorio profesional y exhaustivo que diera elementos para localizar con prontitud a los jóvenes detenido-desaparecidos. Agentes del Ministerio Público actuaron con negligencia e insensibilidad y podrían resultar cómplices en la acción de manipular evidencias y enturbiar los hechos. Amnistía Internacional calificó la investigación judicial de caótica y hostil hacia los familiares y compañeros de las víctimas.

Hubo uso desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado. Hay que insistir en la cadena de mando. Los hechos ocurrieron en presencia de la policía estatal y federal y de los agentes del Cisen (la policía política del régimen). Pero también de elementos del batallón de infantería número 27, que depende de la 35 Zona Militar. En particular, del denominado Tercer Batallón, unidad de fuerzas especiales a cargo, entre otras, de las tareas de inteligencia. Ambos batallones tienen sus cuarteles en Iguala. Además de que en ese estado existen bases de operación mixtas.

Entre la primera y segunda balacera el Ejército dejó pasar tres horas. ¿Por qué? Como denunció Omar García, representante del comité estudiantil de Ayotzinapa, luego de ser agredidos a balazos por la policía municipal, efectivos castrenses sometieron a los normalistas. Narró que al hospital Cristina −adon­de llevaron al estudiante Édgar Andrés Vargas con un balazo en la boca− los soldados llegaron en minutos, cortando cartucho, insultando. Nos trataron con violencia y nos quitaron los celulares. Al médico de guardia le prohibieron que atendiera a Édgar.

En Guerrero, el control territorial lo tiene el Ejército. Un ejército que actúa bajo la lógica de la contrainsurgencia −es decir, del enemigo interno− y vive obsesionado con la presencia de la guerrilla. Por acción u omisión, los mandos castrenses de la zona tienen responsabilidad en los hechos protagonizados por policías y paramilitares de Iguala, además de que quedó demostrada, una vez más, la delegación parcial del monopolio de la fuerza del Estado en un grupo paramilitar y/o delincuencial.

Existen indicios que sugieren el montaje de una gran provocación. Pudo tratarse de un crimen mayor para ocultar otro: la ejecución extrajudicial de 22 personas por el Ejército en Tlatlaya, estado de México, y el encubrimiento de los responsables. Desde 2006 las fuerzas armadas han venido exterminando enemigos en el marco de un Estado de excepción permanente de facto. Los hechos de Iguala confirman la regla: fue un crimen de Estado. La Secretaría de la Defensa Nacional mintió en el caso Tlatlaya; todas las autoridades pueden estar mintiendo ahora. ¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!