Opinión
Ver día anteriorLunes 13 de octubre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Poder y no poder
E

n los tiempos que corren (y vaya que corren), muchas voces sensatas argumentan, documentan, se organizan y en la medida de los posible actúan para no hacer, y abandonar la ruta suicida del capitalismo en apoteósica fase terminal (suya y de nuestro mundo, pues cada día uno y otro son más inseparables). Para detener esa maquinaria fascinante pero infernal que desarrolla, saca, avanza, transforma y produce riqueza hasta ponernos al borde de un colapso de las civilizaciones, si no su extinción, resulta necesario no hacer. Resistir.

Partiendo de la caracterización propuesta por Gilles Deleuze de cómo opera el poder (separa a los humanos de lo que pueden hacer; esto es, impide su potencialidad), el pensador italiano Giorgio Agamben expone: “La fuerzas activas son así impedidas de ponerse en práctica, bien porque están despojadas de las condiciones materiales que las hacen posibles, o porque una prohibición las vuelve formalmente imposibles. En ambos casos el poder –en su más opresiva y brutal forma– separa a las personas de su potencialidad y, de este modo, las deja impotentes. Pero existe otra operación del poder, más insidiosa, que no afecta inmediatamente lo que los humanos pueden hacer”. Agamben descubre entonces, en el lado oscuro de la Luna, esa operación de los amos que afecta la impotencialidad de todos. Es decir, impone lo que no podemos no hacer, o que no deberíamos poder (Sobre lo que podemos no hacer, en Nudità, 2009, traducido al inglés como Nudities, Stanford University Press, 2011).

Admite que la potencialidad es también una impotencialidad, que toda habilidad es simultánea a la habilidad de no hacerlo. Tal es el punto decisivo de la teoría de la potencialidad, apunta Agamben en su brevísimo ensayo. Claro, ya desde Aristóteles estaba contemplada la oposición dinamia-adinamia; pero aquí lo relevante es el ser capaces de no hacer, capaces de no emplear la potencialidad propia. A fin de cuentas el desarrollo y dominio de las potencialidades deviene lo que llamamos las facultades de la persona. Esto no sólo se mide por lo que alguien puede hacer, sino también y primordialmente, por sostenerse uno mismo en relación con la posibilidad propia de no hacer. Es lo que define el significado de nuestras acciones.

Agamben jala a nuestros días ese pensamiento de antigua prosapia y postula: “Es en este otro, más oscuro rostro de la potencialidad, que el poder define hoy como ‘democrático’, donde él prefiere actuar”. El poder separa a los humanos no sólo de lo que les está permitido hacer, sino primordialmente y durante casi todo el tiempo, de lo que no pueden hacer. “Separado de su impotencialidad, despojado de la experiencia de lo que puede no hacer, el hombre contemporáneo se cree capaz de todo y va repitiendo por ahí su jovial ‘no hay problema’ y su irresponsable ‘yo puedo’, precisamente cuando debería percatarse de que está sometido, en una dimensión nunca antes vista, a fuerzas y procesos sobre los cuales ha perdido por completo el control. Se ha vuelto ciego, no a sus capacidades, sino a sus incapacidades; no a lo que puede hacer, sino a lo que no puede, o no debiera poder”.

De aquí deriva la confusión entre trabajo y vocación, identidad profesional y papel social. La presunción contemporánea de que cualquiera puede ser o hacer cualquier cosa, que a Agamben le parece que es como si el verdugo de El proceso de Franz Kafka además fuera cantante; como si el médico que me atiende hoy mañana fuera videoartista. Alejándonos de la especialización que promovió el capitalismo en su fase anterior, sucede hoy que cada quien, con tal de recibir salario, cede a tal flexibilidad obligatoria y acata las ordenanzas que dicta el mercado para cada persona. Agamben no lo menciona, pero eso mismo hace Dios, ¿no?

¿Habíamos conocido alguna tiranía más implacable y universal?: Nada nos empobrece y nos quita más la libertad que este enajenamiento de la impotencialidad. Aquellos que son separados de lo que podrían hacer pueden aún resistir. Aquellos separados de su propia impotencialidad pierden, por lo demás y primero que nada, su capacidad de resistir.

De manera un tanto caprichosa, las reflexiones de Agamben remiten a una idea memorable de Thoreau en Walden: La riqueza del hombre se mide por el número de cosas a las que puede renunciar. Y si en esas estamos, por qué no pasar de plano al Tao Te King: El sabio no actúa, y por eso no fracasa. No se aferra a nada y por eso nada pierde. Y más: Aprende a desaprender y recupera lo que los hombres han perdido. Así puede favorecer el curso natural de las cosas sin aventurarse a actuar. De seguir por esta ruta llegaremos al sacrílego y desafiante quietismo de Samuel Beckett, a sus personajes como costales de papas, tan subversivos como Crates, el alumno de Diógenes, cuyo desapego superó escandalosamente al célebre maestro cínico, y esto nos conduce inevitablemente a las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob.