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os dejan de tomar en cuenta porque la educación pública ha dejado de ser una prioridad. Los marginan porque no encajan en los ajustes estructurales –es decir, en la (re) escritura de la historia, tal y como la entienden los gobernantes de México desde la década penúltima del siglo pasado. Los sacan de los programas institucionales porque los jóvenes funcionarios recién llegados no estudiaron en universidades públicas y menos en normales rurales sino en instituciones foráneas de excelencia o, cuando menos, en algún reducto clasemediero nacional y ellos, los funcionarios, sí entienden el país y tienen claras sus necesidades. Los minimizan porque el agro necesita ser redimensionado a la baja (así hablan los funcionarios) y readecuado a los imperativos de un país moderno. Los dejan fuera de los presupuestos.

Ellos piensan distinto. Creen que su derecho a la educación y al trabajo es algo más que un anacronismo constitucional. Saben –porque vienen de entornos que acusan la carencia– que la enseñanza es tan necesaria para vivir como la canasta básica y tienen claro que no es posible construir un país moderno sobre millones de analfabetismos y sobre millones de marginaciones ni aspirar a la convivencia armónica en una economía que manda a los basureros de su mercado a las personas y a las colectividades que no tienen una etiqueta precisa de índice de rendimiento.

Protestan. Acuden en tropel a las oficinas de los servidores públicos para exigir que no se aplique la tecla delete a su escuela, a su formación, a su futuro y al de sus pueblos. Dejan en los vestíbulos un halo de olor a campo y a pobreza. Causan disgusto con sus modales agrarios y sus expresiones bastas. Los servidores públicos los encuentran primitivos y rudos; nada que ver con los atentos empresarios que acuden a gestionar permisos y concesiones, que hablan desde la seguridad del adinerado y del protegido, que dejan tras de sí regalos y, con frecuencia, sobornos.

Les cierran las puertas porque resultan molestos y desagradables, porque no tienen maneras, porque quiénes se han creído para exigir el cumplimiento de la palabra empeñada, del compromiso firmado. Ya se les conseguirá alguna limosna presupuestal, siempre y cuando se conduzcan con humildad. Se les detesta porque son respondones e insumisos, es decir, porque se niegan tercamente a despojarse de la dignidad. Los ignoran porque no rinden pleitesía a las atribuciones del poder.

Los reprimen porque bloquean el tránsito, porque dan una mala imagen del país, porque afectan al comercio. Ellos resisten y entonces alguien en las alturas institucionales ata cabos y recuerda que esa escuela normal es un semillero de fascinerosos y de subversivos y decide darles un escarmiento: nadie (nadie que importe, nadie que tenga poder de decisión, músculo empresarial y financiero, tribuna mediática masiva) lamentará que un par de esos jóvenes alborotadores resulten muertos a balazos. Porque nadie (ninguno de los que verdaderamente pesan) dijo nada cuando las fuerzas policiales recibieron la orden de matar a un par de levantiscos en Atenco y de violar a todas las mujeres que pudieran, que eran, a su vez, botín de la guerra contra una comunidad que echó a perder importantes negocios. Bueno, la verdad es que en ese entonces muchos aplaudieron.

Los persiguen porque forman parte de ese entramado que resiste y denuncia los planes de comercialización del territorio nacional; porque son rescoldo de viejas luchas que dejaron centenares de desaparecidos, de torturados, de encarcelados sin motivo, de movilizados masacrados en la vía pública. Y tienen memoria, y la memoria estorba cuando se trata de modernizar un país para dotarlo de multimillonarios, centros comerciales, aeropuertos de nivel internacional, campos de golf, marinas, maquiladoras, oficinas relucientes amuebladas según el último grito de la moda en las que cada sofá cuesta lo que una familia gasta en comida durante un año.

Miles de horas triple A de televisión y radio han sido invertidas por los consorcios informativos y sus comentadores para informarnos que esos muchachos de Ayotzinapa (como los comuneros de Atenco, como antes los indígenas zapatistas, como los activistas de Morena, como los electricistas del SME, como todos los que luchan contra ese México reluciente, miembro de la OCDE y aspirante a proveedor de cascos azules para las misiones de paz de la ONU) son unos vándalos y malvivientes que sólo quieren sembrar el desorden, la destrucción, el inmovilismo. Por eso estamos como estamos, se suministra el latigazo del lugar común desde sets de televisión, cabinas de radio, teclados a sueldo desde los que se insinúa ya no que los alumnos de la normal rural sean protoguerrilleros, sino que tienen vínculos con la delincuencia organizada. Y ante las cámaras monopólicas, tras la repetición de la muletilla Mire usted, se reflexiona sobre los pobres automovilistas varados por culpa de los díscolos, los ciudadanos honrados que no pueden llegar a su trabajo por las acciones de estos crápulas, los funcionarios que se ven obligados a desviar su atención de las cosas realmente importantes para hacerse cargo de protestas y desmanes sin sentido. La sociedad no se merece a estas lacras. El mundo no se merece a estas lacras. La vida no se merece a estas lacras.

Tal es el estado de opinión que predomina en México, en Guerrero y en Iguala la tarde del 26 de septiembre de 2014, cuando la primera dama municipal se dispone a rendir su informe de labores como presidenta del DIF autóctono, y su marido, que es presidente municipal, se entera de que los jóvenes de Ayotzinapa han llegado a la ciudad para hacer nuevos desmanes. Y después de eso las versiones difieren porque hasta hoy las autoridades estatales y municipales no se han tomado la molestia de esclarecer qué pasó, de procurar justicia ante el homicidio de seis personas a manos de la policía municipal ni de dar con el paradero de los 43 alumnos normalistas que fueron secuestrados por una fuerza combinada de la policía y de una organización delictiva que –ahora venimos a enterarnos– ejercía el poder público en la ciudad.

Hay que reconocer, con todo, que el peñato –compuesto por un triángulo partidista en el que caben, además del PRI de siempre, Acción Nacional y esa Nueva Izquierda que le ha hecho a Guerrero lo mismo que Felipe Calderón le hizo al país– no es el único responsable. A ese grupo político encaramado en el poder a punta de fraudes, corrupción y alianzas con la delincuncia hay que sumarle los intereses transnacionales que necesitan un territorio limpio de protestas y de organización social contestataria. Y ese coro de desinformadores que han predicado por años el desprecio y la condena a los ayotzinapos. Y hay que sumarle, también – last but not least–, las imposiciones de estrategia de seguridad procedentes de Washington, tal como están documentadas en los cables del Departamento de Estado que WikiLeaks y La Jornada difundieron en 2011. Qué oportuno resulta, ahora, presentarse como consternados.

No hay que irse con esas fintas. A los estudiantes de Ayotzinapa, como a muchos otros miles de mexicanos, el poder los mata o los desaparece porque son indeseables, porque son pobres, porque son revoltosos, porque son prietos, porque afean el paisaje, porque son indios, porque son insumisos, porque son nacos, porque se rebelan, porque son respondones y también, claro, porque es más caro, ineficiente y productivo el satisfacer sus demandas que acceder a las peticiones de la delincuencia organizada.

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