Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de octubre de 2014 Num: 1024

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La Teoría de la
Gravedad Extendida y
el bestiario cósmico

Norma Ávila Jiménez

1914-2014: cien años
de intensidad

Enrique Héctor González

De rocanrol y
otras marginalidades

Porfirio Miguel Hernández Cabrera
entrevista con Carlos Arellano

Jack Kerouac, realidad
y percepción literaria

Xabier F. Coronado

Marosa di Giorgio
diez años después

Alejandro Michelena

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Columnas:
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Ricardo Guzmán Wolffer
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Luis Tovar
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Vaciar el tintero (II DE IV)

A los Lopera, tan queridos

Yo soy incapaz de imaginarla y tú, querido Gabriel, seguramente preferirías no ser capaz de traer a tu memoria esa imagen que no voy a calificar –no puedo–, porque ningún adjetivo parece suficiente para describirla completa o, más bien, para resumir lo que deben haber sentido tú y tus hermanos cuando la vieron. Pero necesito romper el silencio en torno a esa imagen porque, ¿sabes?, últimamente hay muchísimas, demasiadas razones de este lado del mundo para no quedarnos callados, y algo me dice que hay una conexión tal vez poco evidente, pero muy profunda, entre aquello que a ti y a los tuyos les partió la vida en dos mitades y esta realidad, acá, que nos está dejando tan solos y tan huérfanos.

Supongo que allá, en tu hermoso país igualmente desangrado como el mío, tampoco faltan los que hablan de la “madre patria”, los que la invocan con intenciones e ideas tan abstractas que terminan por no decirle nada a nadie, o tan falsamente colectivas que uno advierte de inmediato que se trata de un truco pobre y vil y triste para obtener algún beneficio individual. Te preguntarás qué tiene que ver eso de la “madre patria” con ustedes, con el parteaguas que les tocó vivir hace unos años. Déjame responderte así: sucede que hay una película llamada La vida después que cuando la vi, hace un año por estas fechas, no pude por supuesto sino pensar en ti y en tus hermanos; y sucede que hoy, frente a un dolor idéntico al que tú y los tuyos han vivido y al que de algún modo han sobrevivido, entendí el hecho central de esas dos historias –la de ustedes, la del filme– como símbolos gemelos de una tragedia que, aun pareciendo múltiple, se resume en una sola: la que consiste no sólo en quedarse sin la madre de uno, sino en ser el testigo, necesariamente horrorizado, de su putrefacción.

Mi incapacidad se quiere imaginar qué cosa indescriptible podrá sentirse cuando, al final de una búsqueda desesperanzada, larga, imponderablemente amarga, lo que hallas es anulación y muerte, humanidad perdida, una suerte de retorno a la barbarie que no se sabe si atribuir a la locura, a las circunstancias personales, al contexto en que se vive, o a todo eso al mismo tiempo. Por ahí va la historia de los dos hermanos de La vida después, huérfanos con madre que salen a buscarla, que transitan por innúmeras dificultades para encontrar su paradero –comenzando esas dificultades no en el momento en que se lanzan a la búsqueda sino desde mucho antes, cuando su madre, aún estando ahí con ellos, ya parecía perderse–, que en el trayecto dudan, o al menos uno de ellos, si seguir buscando porque en el fondo saben que no será lindo ni bueno lo que encuentren, pero con todo no les queda más remedio que seguir porque, sin lugar común posible ni espacio para sornas, es absolutamente cierto que madre sólo hay una, y bien sea por temor a la orfandad, por simple ética o porque les vaya la propia vida en ello, es indispensable hallarla, vale decir tenerla, no importa cómo pero eso: tenerla.

Fue ahí, Gabriel querido, donde tuve la certeza de que el cuento es uno solo: el de ustedes pegando carteles en las calles y en los parques buscando a su madre, que un mal día salió de casa y no volvieron a saber de ella hasta que llegó esa imagen que sigo sin atreverme a ponerle un adjetivo; es el mismo cuento de la película de David Pablos, con su par de hermanos adolescentes que al final prefieren no mirarse en los ojos de la muerte que ya habita en los ojos de su madre, a pesar de que les ha tocado recorrer medio país en busca de ella o, quizá deba decir, de sus despojos; a pesar de que se trata de la búsqueda de un cuerpo más que de un ser –tú sabes lo que digo–; y entonces el tercer cuento, hermano: el de mi madre patria, que no sé si sepas pero en estos días no dejamos de encontrarla, o nada más su cuerpo y no su alma, arrojada en una fosa clandestina, desollado el rostro, vaciadas las cuencas de los ojos… Ella, joven y buscándose a sí misma en el reclamo y la protesta por los motivos que tú quieras, empleando métodos plausibles o todo lo contrario, eso no importa, recibida a punta de balazos por el padre –es decir, el fondo real de la figura de autoridad en nuestro pensamiento occidental–, masacrada, vuelta charco de sangre y tripas y dolor inenarrable.

Dije antes locura, circunstancias o contexto. No lo sé, Gabriel querido; algo pude ver en la película, y quizá tú que tienes nombre de anunciador puedas decirme qué desgracia anuncian estas muertes pero, sobre todo, cómo vivir después de tantas.

(Continuará)