Opinión
Ver día anteriorMartes 21 de octubre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La promiscuidad del Estado
L

a historia de la promiscuidad político económica del Estado mexicano seguramente llenaría varios tomos. Hoy los actores que mueven al Estado mexicano cruzan un pantano del que saldrán manchados de pies a cabeza, como les ha ocurrido a los políticos de no sé cuántos sexenios. Me refiero al partido que ha dominado la historia del siglo XX, al que tiene a la derecha, y al partido que dice ser de izquierda.

La complejidad del asunto aturde. El artículo 40 constitucional dice desde hace casi un siglo que México es “una república representativa, democrática, federal, compuesta de estados libres y soberanos […] unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”. ¿Es esto cierto? ¿Lo ha sido alguna vez? No, nunca ha habido tal cosa. Unos trazos mínimos y nada más. A quienes piensan que la Constitución mexicana no es un conjunto de disposiciones de la máxima jerarquía, sino en realidad un programa con objetivos pendientes de cumplir (algo mexicanísimo), tendríamos que preguntarles si los políticos mexicanos trabajan hoy en la dirección que indican los objetivos. También la respuesta es no. ¿Qué es y qué ha sido entonces el Estado mexicano?

Recordemos a Arnaldo Córdova, quien, navegando en profundidades teóricas del pensamiento político, solía afirmar que México es un Estado en formación perenne. Respecto de esta tesis, sumamente sugerente y difícil de pensar cabalmente, Arnaldo postulaba que era una propiedad del subdesarrollo.

Es preciso traer a la arena el pensamiento ético, político y social de Rousseau en su concepción del Estado como sistema democrático y republicano. Para él hay una interdependencia y complementariedad armónica y dinámica entre las distintas categorías conceptuales que imagina. Entre las más importantes destacan las de virtud, ley, Estado, voluntad general y soberanía. El Contrato Social cristaliza un complejo sistema de pensamiento dialéctico-existencial aplicado al ámbito de la vida política. ¿Tiene esto algo que ver con nuestra realidad? Tampoco.

Dice el investigador Víctor Montero, citando a Rubio Carracedo, que para poder hablar de un legitimismo republicano es preciso poner junto a Rousseau a Locke, Montesquieu y Kant, el fundador del paradigma del Estado legítimo. En forma similar, Johnston sostiene que el Contrato Social teoriza la lógica de la legitimidad. El Estado legítimo de Rou­sseau quiere evitar dos peligros que amenazan a la sociedad: la anarquía, por la falta de orden social (¿nos recuerda algo de México esta tesis?), y el mercantilismo, como forma de deshumanización (¿nos recuerda algo...?). Como crítico del absolutismo monárquico, y de los excesos del liberalismo económico, conjetura, Rousseau, en una extensión de su pensamiento, habría postulado fortalecer la socialdemocracia en Latinoamérica.

Un conjunto de criollos y mestizos encumbrados aprovechan la invasión de Napoléon a España para apropiarse de un territorio que en adelante se dirá independiente. Este conjunto será contradictorio en sí mismo: liberal para la economía, conservador para política. Pero además no logra, seriamente, un mínimo de institucionalización para que a ese territorio pueda llamársele cabalmente, Estado. Se constituye un poder de cierto alcance, pero no con la suficiencia como para impedir que otro Estado en formación pero con mucho mayor poder, arrebate a la camarilla mexicana más de la mitad del territorio nacional: los mexicanos no sabían aún que eran mexicanos.

Lo que logra aglutinarse es un conjunto de terratenientes que formarán una oligarquía que creen que han conformado un Estado (algunos liberales piensan que parecido al ideal russoniano). La ilegitimidad de este remedo de Estado es tal, que una revolución campesina, otra de intención democrática de base burguesa subdesarrollada y una más de intención antimperialista, actuando de consuno, lo borra del mapa al eliminar hasta el último reducto de su poder (dígase en alta voz y en tono fieramente engolado): el ejército nacional.

Empecemos de cero, con Obregón y Calles. Es preciso crear un nuevo Estado en busca de una burguesía que representar; porque por lo pronto el Estado sólo puede representar (¿será cierto?), a los miembros derrotados de la revolución campesina. Si entendemos por burguesía nacional a la que se caracteriza por una fuerte predominancia de empresarios mexicanos, que buscan tener como objetivo impulsar un modelo económico nacional y social de industrialización avanzada, con reinversión y capacidad competitiva ante productos similares extranjeros, todo ello en beneficio del espacio social y territorial mexicano, nos preguntamos: ¿hemos tenido una burguesía nacional? La respuesta es: no.

Pasarán algunas décadas de una corrupta madre/Estado, pariendo sexenalmente a una burguesía corrupta (descubra usted las excepciones) y un intento de organizar un gobierno de modelo caricaturescamente weberiano, terriblemente distorsionado y brutalmente centralizado. Las escasas instituciones nacionales, no se reproducen en las entidades federativas: aquí es el desierto movido discrecionalmente por los enviados plenipotenciarios del centro, con poderes crecientes para sí.

Y llegó el neoliberalismo con su modelo gerencial de administración púbica de búsqueda de eficacia mediante un engarzamiento retorcido y mucho más profundo, del poder político y el económico, ahora indistinguibles. Los vasos comunicantes entre empresa privada y Estado quedan instituidos; docenas de políticos/empresarios pasan de una secretaría de Estado al consejo de administración de un empresa poderosa; de ida y vuelta: el daltonismo político les impide distinguir la índole de una y otra organización. Ahora manda el poder económico. Las instituciones cambian, aunque siguen siendo centralizadas: los gobernadores son órganos del poder central, y no hay instituciones de Estado para la sociedad local. ¿Resulta extraño que el territorio nacional sea en su mayor parte una gran Ayotzinapa?