Opinión
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Más allá de Iguala
E

ntre el azoro y el horror nos debatimos y a medida que pasan las horas no dejamos de preguntarnos: ¿se puede hacer un alto en el camino? Es evidente que no pero, a la vez, es cada día mas claro que la nación entera exige a quienes dirigen los mandos del Estado, o pretenden hacerlo, someterse a un impostergable cierre de caja.

Se trata, para ser más precisos, de un ajuste de las cuentas públicas que vaya más allá del ejercicio rastacuero sobre la deuda o el déficit públicos, que los loros y cotorras de las derechas, acompañados de algún merolico de la izquierda, pretenden convertir en la cuestión decisiva de la hora. Este es, para su desgracia, el veredicto que los grupos dirigentes tienen que afrontar después de largas décadas de servidumbre ideológica a las ilusorias promesas y magias del mercado. Es ahí, en esta postración ante las ideas de moda, donde hay que buscar el hilo de la madeja sangrienta en que el país todo se ha metido.

Partamos de lo que debería ser más que evidente: la situación del mundo está marcada por un desorden mayúsculo en las relaciones entre los estados, en la economía global y en los tejidos que sostienen la cohesión de sus sociedades nacionales. Se vive una suerte de desgobierno que se esparce como mancha de aceite y que, además, se agrava y agudiza por las andanadas del cambio climático y el acoso planetario de las migraciones. Como magna licuadora, esta circunstancia, que recorre el planeta entero, amenaza volverse presente perpetuo, ominosamente cargado de pulsiones hacia el estancamiento secu­lar de las economías.

En este nublado horizonte tenemos que inscribir el nuestro. Una vez constatado, aunque no asumido del todo, que no todo son imágenes o expectativas manufacturadas, el gobierno y sus acompañantes en el poder y la riqueza tienen que rendirse a la evidencia de que lo vivido en las últimas semanas no es casual ni contingente, sino parte medular del alma nacional tal y como ha quedado después de las campañas enloquecidas del señor Calderón y de varios decenios de estancamiento estabilizador y su otra cara de pobreza masiva y desigualdad agresiva.

La presencia del crimen, organizado y no organizado, tiene efectos multiplicadores y corrosivos sobre la economía y las formas diversas de la convivencia comunitaria. Desde ahí, donde se nutren las raíces de la estructura y el carácter social, se inocula a la política con el virus mortífero de la corrupción y la irresponsabilidad pública. Es por eso que no podemos sino hablar de que lo que está en crisis es el Estado mismo: como modo de dominación pero también de relación social. También como forma de producir, organizar la división del trabajo y decidir la distribución de sus frutos.

Se trata, así, de una crisis general de la sociedad, su economía y su Estado, y así debe ser asumida desde el propio Estado y sus mandos. Sin atenderla ya, no tenemos salida; sin asumirlo como tarea colectiva que cruza banderías políticas y humores y ambiciones personales, no iremos a ningún lado y la vuelta a la noria se volverá sentencia capital.

No va por buen camino la sana indignación de estas semanas, encabezada venturosamente por los jóvenes estudiantes, si se busca canalizarla contra el Estado, en vez de hacerlo en pos de su reforma fundamental. Lo que requerimos con urgencia es un nuevo orden, pero eso sólo podremos construirlo desde el Estado mismo, con la poca o mucha democracia y participación que alcancemos a crear en el poco tiempo que nos queda.

Es claro que una elección o muchas no nos van a sacar del laberinto y que pretender hacerlo en Guerrero hoy, o el año entrante, sólo profundizará el círculo hipnótico de la violencia criminal como método nefasto de hacer política. De seguir por ese sendero, sembrado ya de muertes políticas antes, en y después de Iguala, no quedará nadie inmune.

El estado de emergencia que indudablemente viven esa entidad y las regiones aledañas, la Tierra Caliente, pero también La Montaña mártir o el triángulo de horror donde se cruzan Michoacán, Guerrero y el estado de México, debería volverse estado de excepción abierto, legalmente implantado, a la vez que sometido a la más estricta vigilancia del respeto a los derechos humanos. A eso y lo que haga falta deberían dedicarse el Congreso de la Unión y las organizaciones de la sociedad civil, negándose a servir de caja de resonancia de quienes ven en la generalización del desorden la oportunidad para el lucro mayor y el ejercicio autoritario. Con la ira de los justos tienen que venir el clamor social justiciero y el reclamo por más y mejor democracia; lo que no han podido o querido idear y erigir las élites del momento.

Milonga, fado, blues: lo que queramos; pero la tonada se ha vuelto silbido mortuorio que nos envuelve, mientras los hombres duros de siempre quieren volver al silencio política de Estado.