Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 26 de octubre de 2014 Num: 1025

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Antonio Cisneros
como cronista

Marco Antonio Campos

Los amores de Elenita
Paula Mónaco Felipe entrevista
con Elena Poniatowska

Retrato de Dylan Thomas
Edgar Aguilar

En mi oficio o ceñudo arte
Dylan Thomas

Presencia y desaparición
del mundo maya

Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

La torre de unicel

Ya se me olvidó cuándo fue la última vez que abrí el periódico con indiferencia o con la vaga curiosidad de antes. Ya se sabe que las buenas noticias no son noticias, pero antes podía hojearlo sin, por el susto, tirarme el café en el regazo. Recuerdo apenas esas mañanas sin sobresaltos. Es como si pertenecieran a otra encarnación, a una vida no mexicana, aunque me cuesta imaginar la existencia en otro país. Y no veo cuándo regresará el optimismo. Necesitaría renacer para encogerme de hombros y dormir en paz: de preferencia convertida en vaca y en India, donde estos animales son sagrados.

Y aunque dicen que uno se acostumbra a todo menos a no comer, yo todavía no me acostumbro a la violencia y eso que llevamos años –que parecen siglos– en estado de emergencia. La falacia de los números alegres del pri está a la vista y me referiré sólo a estos meses: Tlatlaya, cuando la CNDH mostró su verdadera condición; Ayotzinapa –el derrumbe total de las ruinas del PRD–, las muertas del Edomex, y el etcétera que no nos permite vivir ni con una mínima porción de tranquilidad. Es más, supongo que me costaría menos trabajo habituarme a no comer, pues dicen que después de meses de aguantarse la necesidad se va apagando, los dolores de estómago se atenúan y la comida comienza a dar asco.

Es casi inconcebible, pero hay quien muere de inanición por voluntad propia. Por eso digo que a mí me costaría menos trabajo acostumbrarme a no comer, aunque el costo de esa decisión es que uno se muera. Para aclimatarme a la violencia, a la muerte de tantos y de forma tan cruel, no sé qué hace falta: yo no lo tengo. No me siento representada más que por mi credencial del IFE. No hay partido político o institución en la que confíe. No creo más que en mi gente y entre ellos no hay políticos.

Fantaseo con una marcha que reuniría a millones de personas en cada ciudad importante del país con un ultimátum para las autoridades: o dejas de matar ciudadanos o te largas. Pero ignoro qué se necesita para que muchos se salgan de la casa a protestar. Supongo que habrá quien se sienta a salvo. Les falta imaginación: aquí todos podemos ser víctimas. Ni la clase social, ni el color de piel son garantía, aunque la discriminación inclina la balanza de la injusticia del lado de los pobres, de los indígenas, de las mujeres.

El chiste es que uno no se acostumbra y cada día se enoja más. El lenguaje de las autoridades, que antes me parecía vacío y, en el caso de Calderón, ridículo, ahora me resulta muy ofensivo. Detesto que después de una matanza digan que “son hechos que lastiman a la sociedad”. Oiga, no: decir eso es como afirmar que un balazo incomoda o que la tortura molesta. No lastima: humilla, tortura, mata.

Durante el sexenio de Felipe Calderón la propaganda que, por cierto, parece que regresa, proclamaba haber “abatido” a jefes del narcotráfico. “Abatido”, “caído”, “eliminado”.

Se le olvidó a Calderón que uno de los pocos motivos de orgullo que tiene México es que no hay, al menos en la Constitución, pena de muerte. Ni para los narcos, ni para los presidentes irresponsables, aunque sean los causantes de miles de homicidios. Ni para los sicarios, ni para los soldados que matan civiles. Ni para los secuestradores, delito que ha repuntado. Pero bien que se ha aplicado una pena de muerte sui generis a los miles y miles de víctimas inocentes cuya suerte enluta al país.

¿Qué hacemos? No lo sé. El lector sabrá disculpar esta manifestación de incertidumbre, que, sospecho, es colectiva.

En una conversación con una amiga, antes de Tlatlaya y Ayotzinapa, prometimos replegarnos un poco, dedicar más tiempo a lo privado. Ella se iba a dedicar a hornear pan; yo, a bordar, actividades con un satisfactorio halo de cosa arcaica y, en el caso del pan, indispensable. Seríamos como los músicos del Titanic, echándole ganas al arte por el arte mientras todo se hunde. Huelga decir que nos encontramos en la marcha del 8 de octubre, con caras de susto y ojeras de mapache.

De repente quisiera vivir, como dicen de los escritores, en la torre de marfil. Pero en México nadie lee, así que el dinero sólo alcanza para construir una torre de unicel. Es una torre muy endeble. Un periódico enrollado basta para tirar la puerta, como el más sólido de los arietes. Entonces no hay más remedio que salir y mirar alrededor. Y pensar qué hacemos para cambiar las cosas, porque no podemos seguir así.