Opinión
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Lo macabro
J

ean Allouch el destacado sicoanalista francés en los inicios de su libro Erótica del duelo (en tiempos de la muerte seca), destaca unos versos de Kenzaburo Oé.

“Lo macabro
“No es más que todo suciedad
Muerte, esputos y porquerías.
Fétida, hedionda y corrompida
Ten cuidado con las obras naturales…
Verás que cada uno lleva
Hedionda materia producida
Fuera del cuerpo continuamente.”

A falta de un rito con respecto a la muerte, su actual salvajismo –Iguala– Ayotzinapa tiene como contrapartida que la muerte empuje el duelo al acto. A muerte seca, pérdida a secas. Sólo semejante pérdida a secas, sólo un acto así, logra entregar el muerto, la muerta, a su muerte, a la muerte. Un gratuito sacrificio del duelo.

Allouch en una línea sicoanalítica que va más allá de Freud y Lacan (su maestro) en el tema del duelo y la melancolía restablece lo macabro en su función de suscitación del deseo en quien está vivo y ejemplifica con la visión mexicana de la muerte y lo macabro…

Dice Allouch acerca de que la muerte sea capaz de otorgarle su estatuto de objeto perdido, por el momento ofrecemos como prueba una historieta tanto más ejemplar en la medida en que ocurre entre niños, con la implacable ausencia de piedad observable en determinados acontecimientos de los años de la escuela. “Sucede en México, donde es sabido por ejemplo que darles ritualmente de comer –el Día de Muertos– a los niños, sus parientes muertos o su propia cabeza de muerto (ambas cosas hechas de azúcar –calaveritas–, con una leyenda identificatoria de la persona en cuestión) no los pone enfermos ni mucho menos.

Es el momento del recreo: un niño más grande, más corpulento que otro toma por la fuerza un objeto considerado valioso que el más pequeño detenta. A partir de allí, ¿cómo se presenta el problema para este último? Por cierto que no puede acusarlo, es contrario a la moral de los niños. Pero tampoco puede someterse lisa y llanamente a la ley del más fuerte, aceptar una pérdida que no ha consentido –de otro modo también se rebajaría en el sentido de que quedaría bajoneado– ¿y entonces?, ¿cuál será su acto?, ¿cómo se decidirá?, se pregunta Allouch.

Ahora bien, hay una solución mexicana, como prefabricada y que proviene directamente de la notoria apertura hacia la muerte tan característica de esa región. Así, aquel a quien alguien más fuerte le ha quitado el objeto (elevado a la función de objeto deseable, de agalma, por ese mismo robo), es violentamente transformado en desante, en erastes, cuando paseaba como portador de un objeto maravilloso; el eromenós que quizás no sabía qué era, puede decirle al usurpador: –¡Que te sirva de vela! Sobrentendiendo… (aunque la cosa es tan obvia que no hace falta decirla): –¡Que te sirva de vela… para tu entierro!

Para Allouch en Francia como en México los elementos son los mismos: dos participantes, un solo objeto, un desplazamiento de lugar. Mientras que la amenaza francesa lisa y llanamente traslada la disputa hasta la puerta del más allá, contentándose con sugerir que sólo allí podría hallarse una solución, que ese más allá constituiría un límite, aunque sin que sepamos por qué ni cómo, la réplica mexicana en cambio hace del más allá el sitio donde el problema será efectivamente resuelto; dice cómo y mediante qué cosa está resuelto desde ahora en este mundo. El objeto sustraído le sirve de velo al que lo toma en el momento en que va a alargar velas: morir.

Odon de Cluny, en el siglo XI, destaca lo macabro para disuadir del comercio sexual, empleando la necrofilia contra el deseo. Sin embargo, la cosa se invierte, y es sabido que las épocas macabras fueron dichosas, ricas en goces de la vida entre aquellos mismos que cultivaban lo macabro. Por otra parte, basta con leer esas líneas para advertir que lo macabro, como el análisis, aísla el “objeto petit a”. Al igual que este otro texto, dice Allouch, donde el poeta se preocupa por indicar que la podredumbre que invade el cadáver no proviene de la tierra donde es sepultado, de los gusanos que la habitan, sino del mismo cuerpo, que la lleva consigo desde antes de su nacimiento.

¿Puede este libro de Jean Allouch restablecer lo macabro en su función de suscitación del deseo de quien está vivo?