Política
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Una historia en dos epígrafes
H

ace un par de décadas en un libro de entrevistas a migrantes, titulado El Norte es como el mar, puse como epígrafe la siguiente frase: “Todos mis piensos son volver pa’trás”. La frase estaba construida con una palabra de español antiguo o campesino (piensos) y una expresión gabacha (“volver pa’trás”) que viene a ser una traducción literal de come back.

Toda la fuerza del pensamiento, a la que se añade una sentida añoranza y una profunda nostalgia, para poner al descubierto un deseo, que al parecer ha tardado mucho en concretarse y va a tardar otro tanto, porque el migrante ya muestra rasgos de estar integrado a la vida y al lenguaje del otro lado.

La idea de volver, de regresar al terruño, siempre estuvo presente en el imaginario de los migrantes mexicanos. La migración era circular, iban y venían, con gran facilidad, bajo costo y escaso riesgo. Cuando pasaban un buen tiempo en Estados Unidos, esta idea fija o propósito del retorno se convertía casi en una obsesión.

En la mayoría de los casos se trataba de una migración por objetivos. La manera de saldar una deuda, comprar un terreno, construir una casa o, de perdida, poseer la ansiada camioneta. La gran ventaja de ir a trabajar a Estados Unidos era que se podía conseguir una buena suma de efectivo de manera rápida y segura. Algo que los salarios mexicanos o las magras cosechas no solían proporcionar.

Esa era la meta, ir a ganar dólares y luego gastar en pesos. Y esa era la justificación que daban. En alguna ocasión un migrante me contó que su patrón les decía que ellos venían a trabajar a Estados Unidos por la pobreza imperante en México y ellos contestaban que no, que iban para ganar en dólares. Por lo general, la pobreza nunca fue un acicate para la emigración.

A lo largo de una centuria, el proceso migratorio entre México y Estados Unidos funcionó de manera bastante eficiente para ambos lados; la demanda de trabajadores se cubría de manera regular y la oferta encontraba los mecanismos para sortear las trabas administrativas por la vía legal o informal. Cuando el flujo se salía de cauce o la demanda disminuía, entraba a funcionar la maquinaria de deportación selectiva o masiva.

Pero en 1986 una frase poco afortunada y menos ajustada a la realidad vino a trastocar la vieja y eficiente maquinaria migratoria. Se le atribuye al presidente Ronald Reagan haber dicho aquello de que Estados Unidos había perdido el control de sus fronteras. Y para solucionarlo se propuso una reforma migratoria que por una parte promoviera el control fronterizo y el control laboral dentro de Estados Unidos, y por otra asegurara el suministro de mano de obra. De este modo se legalizaron 3.2 millones de migrantes indocumentados, de los cuales 2.3 fueron mexicanos.

Las sanciones a los empleadores, que figuraban como parte del control laboral, nunca funcionaron, pero sí se cumplió con la formalidad de solicitar documentos a los trabajadores. Entonces empezó a ponerse en práctica una bien aceitada maquinaria de falsificación. En la práctica, con cualquier documento falso se podía trabajar.

Luego vinieron los controles fronterizos, el muro y demás medidas que encarecieron los costos y los riesgos para cruzar la frontera. La política se definió como disuasiva y empezó a dar resultados, contrarios a los que se esperaban. Los migrantes que cruzaban no regresaban, se había roto la circularidad. De este modo, el contingente de migrantes seguía creciendo año con año.

La incapacidad para manejar este proceso derivó en varias propuestas de leyes muy represivas como la de Sesenbrenner, aprobada en la cámara baja en 2005. La propuesta penalizaba no sólo a los migrantes irregulares, sino a todo aquel que los apoyara de una u otra forma.

Esa fue la gota de agua que derramó el vaso. En la primavera de 2006 salieron cerca de tres millones de personas a las calles a protestar y a demandar una reforma migratoria incluyente. En más de 250 ciudades se dieron manifestaciones nunca vistas.

Es aquí donde entra al escenario el segundo epígrafe, que forma parte de un mural en el barrio mexicano de Pilsen en Chicago: Aquí estamos, aquí nos quedamos. Un grito que suena a desafío y a determinación. Una versión parecida al grito de otros tiempos cuando se cantaba el “No, no, no nos moverán…”

Por primera vez en la historia de Estados Unidos una propuesta de ley, aprobada en una de las cámaras, fue dejada de lado por la demanda popular. El pueblo ha hablado, diría el senador Edward Kennedy en uno de aquellos mítines.

De ahí surgen múltiples iniciativas y organizaciones. Quizá la más conocida es la de los DREAMers, los jóvenes que de manera arriesgada y desenfadada dan la cara y exigen una solución. Son los únicos que han podido conmover y presionar al presidente Barack Obama, que habla, promete y luego se arrepiente. Por un decreto presidencial (DACA) estos jóvenes estudiantes, al menos medio millón, han logrado momentáneamente acogerse a un estatus de protección temporal. No así los más pobres, que no pudieron estudiar. Ellos, sus padres y sus hermanos son sujetos de persecución constante; por su política, Obama se ha ganado a pulso el mote de gran deportador.

Aquella añoranza por el terruño, por el retorno al lugar de origen, se han encargado de hacerla trizas. Ahora sólo resuena el grito desesperado de aferrarse al lugar de destino, a su nuevo hogar.