El estado macabro

El derrotero forense que ha tomado el Estado mexicano en su compleja trama de complicidades no oculta que también tiene las manos manchadas de una sangre que no es la suya. ¿Qué esperaban estos entusiastas del neoliberalismo desatado que sujeta todo, para empezar la Constitución, a las “leyes” del mercado? Donde quiera que se implanta sin freno, el neoliberalismo ha demostrado ser ecocida, climaticida y genocida cuanto haga falta y sin vergüenza alguna. Se apuntala con un abusivo y despiadado arsenal de recursos —financieros, jurídicos y sobre todo violentos—, y lo comparte con quien le llegue al precio.

Hubieran avisado. Nos fuimos a dormir con unos modernizadores sonrientes que nos trasladarían al Primer Mundo de América del Norte, y amanecimos en un país devastado por la guerra, con miles de muertos en combate irregular y más miles de “daños colaterales” de toda clase, preferentemente baja (y para ellos, si indígena, tanto mejor). Y cárceles repletas de criminales, de inocentes y de luchadores sociales. Todo, inequívoca obra del gobierno en lustros recientes por comisión u omisión. Eso, y minar la soberanía nacional abdicando al cuidado y aprovechamiento sensato de los recursos naturales y humanos en beneficio de la gente de aquí, que somos quienes debían ir primero. En nuestras parcelas, nuestras colonias, nuestras escuelas, nuestros municipios, nuestros colectivos, nuestros centros de trabajo. Para conquistar ese tipo de cosas habíamos tenido una Revolución, que dejó una posguerra larga, semi tranquila, socialista casi, antes de institucionalizarse y nadar de muertito sexenios y felices dos de octubre, capitalista hasta las cachas, aunque su abanico de políticas sociales y clientelares (reforma agraria, derecho de huelga, salud pública, educación gratuita y laica) le daba chapa de nacionalista buena onda.

Cuando cambiaron los vientos del capitalismo imperial, de pronto sin fronteras ni más reglas que las suyas, depredador y cínico, ciego a lo que no sea ganancia, la Constitución que teníamos comenzó a estorbarles en la mesa directiva. Les costó deshacerse de ella, por resistencias no paramos, pero al parecer lo acaban de lograr. Cuentan con sus partidos y los Poderes de la Unión, las bendiciones de Washington y Wall Street. ¿Qué decir de una Suprema Corte que cada que puede injuria a la Nación? ¿De un Congreso de saltimbanquis con la vida llena de prerrogativas? Pero como ahora la moda es culpar de todo a los presidentes municipales, la clase política rompe por lo más delgado la cadena de responsabilidades.

El pantano de Iguala, esa inaudita agresión a la Normal Rural de Ayotzinapa, es parte del guión que los gobernantes saben y asumen. No se trató de un ataque aislado. En todo México la policía asesina rutinaria y represivamente; a veces nada más porque sí. Y este crimen ocurrió en territorios particularmente ultrajados por criminales, policías, paramilitares y soldados, donde los pueblos no se han rendido. Donde existen normales rurales extraordinarias y vitales como la de Tixtla, o experiencias trascendentes como las hoy acorraladas Policías Comunitarias de Guerrero, que abrieron un camino a la verdadera autonomía de los pueblos dentro de México. Eso es lo que no les gusta en el gobierno. Entre menos México tengamos los mexicanos, de más disponen ellos para vender, rentar o regalar.

Algo debía decirnos el que en buena parte de nuestra América los pueblos organizados consiguen dar un giro al camino neoliberal de sus gobiernos, como ocurre claramente en Bolivia, donde ¡sorpresa! resulta que la autoestima nacional, el nivel de sus derechos y la economía van bien, y tras nuevas elecciones no se interrumpe el proceso. Mientras acá, con el catecismo neoliberal obedecido a pie juntillas (aplausitos desde Nueva York), ni economía, ni soberanía, ni seguridad, ni justicia, ni nada. Sólo sangre en la carretera.