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Ver día anteriorLunes 10 de noviembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Después de la caída
J

ulio César quedó de pronto frente a su asesino. Su vida terminaba. No sabemos si por su cabeza pasaron las imágenes de su bebé, de apenas tres meses; de su compañera Marisa; de su familia. Lo que sabemos es que de su corazón brotó un impulso incontenible de valentía y digna rabia: le escupió en el rostro. Poco después, le arrancaron la piel de la cara.

De esa madera están hechos esos jóvenes. De ese tamaño es nuestro dolor.

La degradación humana que se revela en ese furor criminal y el aplicado a nuestros 43 es atroz. Es tan honda y grave como la degradación institucional que padecemos en todos los órdenes y se mostró abiertamente en Ayotzinapa. Fue el Estado, habló el Zócalo.

La indignación que así creció entre nosotros creó un momento peculiar, quizás sin precedente. Brotan como hongos, por todas partes, espacios de reflexión. Estamos pensando lo impensable, lo que no podíamos o queríamos pensar.

Asumimos ante todo nuestra responsabilidad. Nos preguntamos cómo fue que llegamos a tales extremos de degradación personal y colectiva. No ocurrió de pronto. Fue un largo proceso de decadencia. ¿Por qué lo permitimos?

Muchos se alzaron de hombros; no sintieron que el asunto fuera suyo o no supieron qué hacer. Pero otros muchos nos movilizamos. Estamos ahora reflexionando sobre lo que acaso hicimos mal.

Es casi vergonzoso reconocer que tocamos puertas equivocadas. Los olmos no dan peras. Nos lo dijeron hace años los de Occupy Wall Street: sólo se presentan demandas al gobierno cuando se cree que puede satisfacerlas. Es inútil hacerlo con quienes sólo representan al uno por ciento y son de la calaña que están manifestando. Se hace nuestro el grito argentino de 2001: ¡Que se vayan todos!

Apenas lo repetimos, empero, tenemos que comernos las palabras. ¿Qué pasaría si se fueran todos de pronto, por alguna especie de cataclismo institucional? Hay quienes tienen una respuesta fácil: Ponemos a los nuestros. Si se produjera, milagrosamente, la renuncia del Presidente, traerían a 2015 la ilusión de 2018. Pero esa fantasía, que hace poco atraía a millones de personas, encuentra cada vez menos eco. No está demostrado que esos otros sean más competentes o menos corruptos. Además, aún atribuyendo las más altas cualidades imaginables al líder que encabezaría esa sustitución, el recambio sería peligroso: crearía la ilusión de que el asunto ha quedado resuelto, que él podría encargarse de poner la casa en orden.

En este punto la reflexión llega adonde tenía que llegar, lo que era impensable hasta hace poco tiempo. No se trata sólo de las personas, de esos canallas. Lo que permitimos que ocurriera es que las instituciones mismas se degradaran. Dejaron primero de cumplir su función. Luego empezaron a producir lo contrario de lo que deben hacer. Sólo sirven ahora para dominar, controlar, robar, destruir…

No basta sustituir dirigentes o realizar reformas. Despedir policías, como se hace cotidianamente, sólo multiplica delincuentes. La alternancia, en que ya tuvimos gobernantes y administraciones de todos los partidos, demostró claramente que puede ser peor que la continuidad.

¿Y entonces? Aquí empieza la reflexión que nos estaba haciendo falta. Queda claro que necesita­mos desmantelar esos aparatos, empezando por suprimir la necesidad de que existan. Para que no se genere la impresión de que así se produciría un vacío abismal, necesitamos perfilar con claridad lo que estaríamos haciendo.

Vivimos ya en el caos, la incertidumbre, el desgobierno, este lodo en que no podemos ya distinguir entre el mundo del crimen y el de las instituciones. Se vive ya, como decía mi abuela, con el Jesús en la boca. Acabo de ver un grafito pertinente: Cuando la tiranía es ley, la revolución es orden. Es lo que queremos. Poder gobernar los comportamientos y los acontecimientos. Que podamos vivir en paz, con tranquilidad, en vez de estar continuamente expuestos a desastres y atrocidades… Pero necesitamos que las normas de la convivencia no vengan del gobierno ni las corporaciones, que ahora son el mismo lodo, sino de nosotros mismos. No se trata de suprimir toda autoridad o liquidar servicios públicos, sino de traer la democracia adonde los ciudadanos están, porque allá arriba se corrompe y se convierte en su contrario. Se trata de gobernar-nos, ante la evidencia de que el régimen de representación está agotado en el mundo entero. Para protegernos, empecemos por organizarnos en cada calle, cada barrio, cada ­comunidad…

Aunque eso requiere toda la valentía y la digna rabia de Julio César, no necesitamos morir como él. Frente a nosotros no está nuestro asesino. Estamos nosotros mismos. Se exige hoy nuestro valor, nuestro coraje, nuestra organización y nuestra imaginación. Que nuestra rabia se haga rebeldía y libertad.

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