Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 16 de noviembre de 2014 Num: 1028

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Revueltas y Paz:
la confrontación
postergada

Evodio Escalante

Pájaros de barro
Juan Antonio González León

Neoliberalismo,
educación y juventud

Miguel Ángel Adame Cerón

Ayotzinapa
Mariángeles Comesaña

Las normales
de Warisata y
Ayotzinapa: puentes

Boris Miranda

Columnas:
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Juan Antonio González León

Ilustración y foto tomadas de: lasheridasdel68.blogspot.mx

Era 1968 y mi papá me regaló varios números de la revista Life. Estaba orgulloso de que su hijo fuera uno de los mejores estudiantes de la secundaria; él era un trabajador rudo que no se expresaba fácilmente y procuraba siempre algún regalo para hacer notar su reconocimiento. De los que más recuerdo fue el número de Life en el que se trataba la revuelta estudiantil en Francia. La revista dedicada al Mayo Francés tenía una de las fotos que sería de las más famosas del movimiento: una multitud de estudiantes manifestándose de camino a la Bastilla y, en el centro, una joven hermosa de pelo lacio, rubio, no muy largo, subida en hombros por algún compañero y ondeando una bandera, otros con los puños en alto y otros más con la V que distinguiría a todos los movimientos estudiantiles que después se desatarían como en cascada por todo el mundo.

Desde los primeros meses, 1968 se dejaba sentir como un año muy especial. En la escuela se organizaron varios grupos para participar de alguna manera en las Olimpíadas que se iban a celebrar en México. Uno de los grupos se prepararía con meses de anticipación para que los estudiantes fueran guías de los visitantes extranjeros, por lo que recibirían cursos especiales de inglés y de apoyo a los turistas. Otro grupo participaría en la magna tabla gimnástica del 12 de octubre para dar la bienvenida a las delegaciones extranjeras en la explanada del Zócalo frente a Palacio Nacional. A mí me acomodaron en el grupo de los guías por mis calificaciones en inglés; a César y a Guízar, que eran mis mejores amigos, les tocó en el grupo de la tabla gimnástica.

Apenas asistí a las primeras reuniones de los guías pues extrañaba a mis amigos. Ellos me llevaron con el instructor para la tabla gimnástica; la primera vez me miró con cara de desaprobación e incredulidad. Yo era más bien bajito y flaco, para nada algo que se pudiera llamar atlético, vamos, ni siquiera saludable, como mis compañeros que ya habían sido aceptados sin problemas. Ellos estaban expectantes, mientras el instructor daba vueltas en torno mío y no acababa por encontrar algo de qué agarrarse para aceptarme. Hasta que por fin se llevó la mano al mentón y dijo:

–Al final de la tabla hay grandes pirámides y necesitamos a alguien más bien ligero... puede servir.

Durante meses asistimos varios días a la semana a las jornadas de instrucción para repetir una y mil veces los movimientos de la tabla gimnástica y lograr que ejecutáramos con exactitud cada uno de los movimientos, en perfecta sincronía. Por el mes de julio ya nos juntaban con otras escuelas para afinar detalles de todo el conjunto.

El señor Robledo era nuestro maestro de matemáticas. Ingeniero de profesión, trabajaba para la compañía eléctrica y era un defensor apasionado del movimiento estudiantil desde que empezó. Yo apreciaba mucho al maestro Robledo y era su mejor alumno, siempre escuchaba con atención sus peroratas a favor de los estudiantes.

Un día de agosto fuimos a jugar futbol a los camellones empastados frente al Hospital de la Mujer y la Cruz Verde; más adelante, después de una bocacalle, se veía la Escuela de Medicina del Politécnico y más allá, hacia al fondo, el resto del conjunto de escuelas conocido como el Casco de Santo Tomas. Cuando terminamos de jugar, vimos cómo se comenzaban a congregar cientos de estudiantes en la bocacalle de la Escuela de Medicina. Luis y yo nos quedamos y nos acercamos poco a poco a la multitud; caminamos entre los estudiantes, escuchando sus pláticas, gritos y risas. El ambiente era contagioso y festivo, más que de protesta; acompañamos a los manifestantes unas cuantas cuadras cuando comenzaron a avanzar y regresamos impactados a nuestras casas.

Después de ese primer acercamiento, el movimiento estudiantil me jaló con una fuerza como la del mar cuando te retiene y no te deja regresar a la playa. Iba a la puerta de la Escuela de Economía y pedía volantes para repartir, pero me los negaban.

–Ve con la compañera Ana, de Prensa y Propaganda –me decían.

La camarada Ana me decía, con una cara de incredulidad que yo no podía entender:

–¿Cómo crees? No te puedo apuntar en una brigada.
Me conformaba con que me dieran unos cuantos volantes y me dejaran repartirlos a los tripulantes de los pocos carros que pasaban por el lugar. Por la noche me presentaba en la asamblea que casi a diario había en el auditorio de Economía. Me quedaba hasta atrás, cerca de la puerta; pensaba que estando cerca de la puerta y si no estorbaba no me correrían. Aun cuando sentía la mirada curiosa de algunos, después de un rato agarraba confianza y me sentaba en alguna banca de la última fila. Oía atento los relatos y alegatos apasionados de los asistentes. No faltaban los discursos encendidos de algunos que daban ánimos y calentaban la asamblea. Cuando pasaban lista de los brigadistas que habían sido detenidos por la policía, tampoco era raro que se oyera un grito entre los asistentes: “Ya estoy aquí de nuevo.” Yo no me quedaba hasta que terminara la asamblea, sólo unas horas, y salía corriendo a mi casa para que no se dieran cuenta de mi ausencia.

Hortensia se sentaba hasta adelante, en la primera banca de la fila. Tenía varios admiradores, a pesar de no ser de las más bonitas; su madre peinaba su cabello negro con trenzas, sus labios eran gruesos y carnosos y tenía un lunar en la mejilla derecha. Algunos fines de semana íbamos a su casa César, Guízar y yo, además de otro más alto que nosotros y que al final se convertiría en su novio. Nos sentábamos en una roída sala y el papá de Hortensia aprovechaba para hablarnos a favor del movimiento estudiantil, que era la conversación obligada. Yo sacaba los volantes que juntaba en mis visitas a las escuelas y los aportaba a la plática. Por supuesto que ellos no sabían que yo ya era para entonces una especie de guardián de las escuelas, pues lo mantenía en secreto. Los meses de agosto y septiembre del ’68 fueron muy agradables. A pesar de ser temporada de lluvias, no se presentaron los chubascos de otros años, las tardes en particular eran cálidas y luminosas. Yo me paseaba por los frentes de las escuelas, a veces me sentaba en los jardines, entre los álamos, con las bolsas repletas de piedras y montones más colocadas en lugares estratégicos para estar listo ante cualquier posibilidad de ataque. Por supuesto, los compañeros dentro de las escuelas no sabían que contaban con ese fiel guardián que todas las tardes y sin faltar un solo fin de semana cumplía rigurosamente su cometido.

Un día, ya casi para terminar septiembre, me habló César por teléfono.

–Te invito al cine, paso por ti en la tarde.

Fuimos al cine Ariel a ver una película estadunidense. En la noche, cuando regresé a casa, los vecinos y mi familia se encontraban en la calle, espantados y platicando entre ellos. A ratos pasaban camiones del servicio público repletos de estudiantes, como huyendo del lugar. El ejército está tomando las escuelas del Politécnico, nos dijeron. Hasta el barrio llegaban los ruidos de las sirenas de las patrullas y las ambulancias, también las nubes de los gases lacrimógenos de la cruenta batalla. Mucho tiempo después supe que César a propósito me invitó ese día al cine. Su papá era el general a cargo de la zona militar de Morelos, los soldados de los estados vecinos habían sido movilizados para tomar varias zonas escolares al mismo tiempo. El general le dijo a su hijo que por ningún motivo se acercara a las escuelas ese día porque algo muy feo iba a pasar. César inmediatamente pensó en mí, y la invitación al cine era para garantizar que yo estuviera lejos para cuando iniciara el asalto.

Al otro día por la mañana, muy temprano llegué al Casco de Santo Tomás, como siempre por la parte de atrás de Medicina. En la calle de Carpio, como esperándome para pasar revista, estaba formado un batallón completo de soldados y muchos tanques que habían sido llevados en un acto de fuerza desproporcionado para tomar las escuelas. Pasé frente a ellos sin miedo, más bien con coraje. Toda la alambrada alrededor de las escuelas estaba tirada. La idea era tomar por todos los flancos a los defensores del sitio y aplastarlos con una fuerza abrumadora. Aun así, la resistencia de los estudiantes fue heroica y duro varias horas. A la vuelta, un reportero tiraba unas botellas con gasolina que llamaba bombas y avivaba un fuego sobre mantas, palos y pancartas, restos de los terribles armamentos de los defensores, y sacaba fotos para ilustrar una historia de conjuras inexistentes. Seguí caminando hasta Economía. En la puerta no encontré a nadie, sólo palos, piedras y delgados lazos rotos con los que los compañeros pretendieron detener al ejército con sus soldados y sus tanques. En las paredes, las columnas y los árboles estaban los agujeros de los disparos del enemigo. Yo tocaba con mis dedos las heridas en los árboles, en las columnas, como queriéndolas sanar, y pedía perdón por no estar en mi puesto de guardia la noche del asalto. Entré y subí las escaleras. En el primer piso a la derecha se encontraba la oficina del comité de lucha. Adentro todo estaba tirado, los anaqueles, las mesas, las sillas; también las revistas y los volantes regados por todo el piso, como si ya una vez tomado el lugar sólo la destrucción y el desorden los hubiera saciado. Tomé revistas, volantes y los guardé escondidos debajo de mi camisa. Salí de la escuela y sentí que al menos en mi pecho llevaba algo para continuar la lucha. Nadie del ejército que vio pasar a un niño frente a ellos se dio cuenta de que era un rebelde que se les escapaba.

Llegó octubre y nos llevaron a todos los de la tabla gimnástica muy temprano al estadio de Ciudad Universitaria. Se hicieron las pruebas de la organización, de la iluminación, y nosotros fuimos los atletas del simulacro, corriendo y más bien jugando incansablemente hasta la tarde.

Cuando los camiones que nos regresaban a las escuelas pasaron por avenida Guerrero, pensé que yo debía estar en el mitin que iba a haber ese día; volteaba a la derecha como queriendo ver hasta Tlatelolco. Era 2 de octubre, la tarde caía y ya no era posible. El día había terminado para mí. ¿Para cuántos más?

El 12 de octubre llegó y era el día en que formalmente daban inicio las Olimpíadas, con la bienvenida a las delegaciones y la magna tabla gimnástica que se presentaría en la explanada del Zócalo. Nos llevaron muy temprano, nos cambiamos en los autobuses, esperamos impacientes y nerviosos el momento para el que nos preparamos meses atrás. Cuando recibimos la orden nos desplegamos a todo lo ancho de la explanada en una apenas perceptible cuadrícula que nos marcaron en el piso. Iniciamos los movimientos y todo se desarrolló con una gran perfección. Al final de las rutinas se alzaron las pirámides con los jóvenes abrazados y formando anillos concéntricos en niveles cada vez más pequeños, subidos en las espaldas de los que precedían, hasta que el último debía subir por encima de sus compañeros y, escalando los círculos de los diferentes niveles, hincarse en los hombros de aquéllos y levantar los brazos con las manos extendidas como pájaro dispuesto a levantar el vuelo.

Al subir, apoyándome en mis compañeros, voy decidido, llego hasta arriba y levanto las manos, pero en lugar de las palmas extendidas hago la V de la victoria, del venceremos de los estudiantes en rebeldía, con ambas manos hasta que la cuenta que llevamos todos termina, la pirámide se deshace y caigo sobre mis compañeros. Es mi pequeño gran desafío al tirano que está en el balcón de Palacio, que con los dientes de fuera y sonriendo, voltea a ver al generalote que está a su lado y con la mano parece señalar algo a la distancia.

Cuando le conté a mi maestro años más tarde la historia, me dijo:

–Te regalo una frase de Octavio Paz para ilustrar tu relato: “Ese adolescente que acaudilla un ejército de pájaros al asalto del sol…”