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La transparencia, una obligación
E

n el contexto de los señalamientos públicos por la residencia de Las Lomas de Chapultepec, cuya construcción contrató la esposa del presidente Enrique Peña Nieto, éste anunció ayer que en el ánimo de realmente ganar la confianza de la sociedad hará pública la totalidad de su declaración patrimonial, lo que presentó como una renuncia a su derecho a la confidencialidad. Por otro lado, ayer mismo Angélica Rivera de Peña presentó públicamente su versión de las circunstancias de propiedad de la llamada Casa Blanca y de sus otros inmuebles.

En términos de la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos, el titular del Ejecutivo federal está obligado a presentar dichas declaraciones ante la Secretaría de la Función Pública, incluidos los bienes de su cónyuge. Es cierto que para hacer pública dicha manifestación, tal dependencia necesita su autorización; sin embargo, en términos de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental –de observancia obligatoria para los servidores públicos federales–, el presidente y todos sus subordinados deben rendir cuentas transparentes y comprensibles a la sociedad, en caso de que ésta lo requiera. Por lo demás, al margen de la legislación correspondiente, en marzo de 2012, en Guadalajara, el entonces candidato Peña Nieto se comprometió ante notario a hacer públicas las declaraciones de bienes del titular del Ejecutivo y de los integrantes de su gabinete.

Los ordenamientos jurídicos referidos, al igual que la promesa del propio Peña Nieto, tienen por fundamento la necesidad de contar con mecanismos de fiscalización del desempeño de los empleados públicos, de inhibir el enriquecimiento indebido en el ejercicio del poder y de acotar la corrupción y el tráfico de influencias, a fin de robustecer los principios de transparencia y rendición de cuentas, los cuales constituyen un pilar fundamental para la credibilidad de las autoridades. En esa lógica, es claro que las manifestaciones de bienes no deben reducirse a meros listados de posesiones, sino a documentos que permitan calcular con razonable precisión el valor monetario de los patrimonios declarados, a fin de poder evaluar la evolución de las fortunas personales de los servidores públicos, desde el principio hasta el final de su gestión.

En esa perspectiva, el anuncio formulado ayer por el gobernante, aunque tardío, resulta positivo. Pero cabe puntualizar que la decisión presidencial no debe verse como resultado de un acto opcional y personal de buena fe, sino como el cumplimiento de normas establecidas en forma clara y precisa en la legislación.

Por otro lado, y más allá del episodio de la llamada Casa Blanca de Las Lomas, ha de recordarse que la opacidad en el manejo de las propiedades de altos funcionarios no ha sido exclusiva de la administración actual, sino que constituye un vicio característico del régimen político nacional que incluye a la casi totalidad de la clase política: funcionarios, representantes populares, jueces y magistrados han ocultado por décadas, y en forma sistemática, la extensión de sus fortunas, con lo cual se ha generado un enorme margen para la apropiación indebida de bienes públicos, la corrupción, la malversación y el desvío de fondos e incluso el lavado de dinero. La de transparencia es una de las leyes menos observadas en este país, en el que de por sí las normas se cumplen poco o nada, y choca con los usos y costumbres de una clase política que busca a toda costa mantener sus ingresos y su patrimonio en el terreno de la opacidad ante los ciudadanos. Ello, sin mencionar que la ley referida resulta insuficiente en la medida en que únicamente obliga a declarar propiedades a los funcionarios federales, pero omite cualquier obligación para gobernantes estatales y municipales.

En este contexto, resulta positivo y saludable que el titular del Ejecutivo dé un ejemplo de transparencia, rendición de cuentas y acatamiento de las disposiciones legales en la materia, pues con ello marcará una dirección al resto de los funcionarios públicos y a la clase política en general.

Debe considerarse, por último, que en el caso de los servidores públicos, los derechos a la intimidad y a la confidencialidad de su información personal terminan donde empieza el derecho de la sociedad y del Estado mismo a garantizar que las instituciones sean administradas con probidad, no sólo para salvaguardar la integridad del patrimonio colectivo, sino también para dar al aparato gubernamental la credibilidad y la confianza a la que se refirió ayer el jefe del Ejecutivo federal. Es claro que en el momento presente tales atributos resultan fundamentales para conseguir la distensión política y social que el país necesita con urgencia.