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Civilización o barbarie

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s cierto: en el momento presente algunos apuestan por la desestabilización del país. Son los que desean que la presidencia de Enrique Peña Nieto se venga abajo en medio de un estruendo violento y desastroso en el que corra sangre, proliferen los incendios y se generalice el caos; los que pescan a río revuelto; los que desprecian la legalidad y la consideran una trampa engañabobos; quienes han alentado desde hace muchos años el terrorismo y la imposición en México de la ley de la jungla.

El propio Peña Nieto, a conciencia o sin saberlo, ha colaborado activamente con ellos y ha servido a sus intereses. Es difícil imaginar una tarea más desestabilizadora que la monstruosa adulteración constitucional emprendida por el mexiquense: el quitar los derechos laborales a los trabajadores, rematar al mejor postor los espacios de soberanía nacional que son las frecuencias radioeléctricas, acotar a trasmano el derecho de los mexicanos a una educación pública, gratuita y de calidad y, sobre todo, entregar las industrias eléctrica y petrolera a los buitres trasnacionales, ante cuya voracidad quedaron en el desamparo comuneros, ejidatarios y pequeños propietarios, constituyeron acciones profundamente desestabilizadoras; fueron una subversión del pacto social establecido, una puñalada a la certeza jurídica, un ataque en regla a la soberanía nacional y una incitación a la violencia de los poderes fácticos en contra de la sociedad. Y, al igual que la mayor parte de las operaciones de sedición, éstas no exhibieron sus efectos de inmediato. Parecían marchar por el camino del éxito.

Pero, para ser justos, ha de reconocerse que Peña no fue el primero ni el más importante de entre quienes han venido trabajando para socavar el orden, la paz social, la convivencia armónica y el imperio de la legalidad en el país. En realidad, esta misión histórica empezó hace mucho tiempo, en los años 80 del siglo pasado, cuando los subversivos tomaron por asalto el poder institucional, liquidaron la condición de árbitro de los conflictos que ostentaba el gobierno y lo pusieron al servicio de la facción más depredadora y violenta de los dueños del capital nacional y trasnacional: esa que ha sido capaz de convertir en negocio propio la salud, la educación, el sistema fiscal, la seguridad pública, las vialidades, la información, la impartición de justicia, la labor legislativa y otras cosas que, por el bien de la República, nunca deberían ser consideradas negocio.

Esa facción debilitó al Estado al privatizar bienes públicos, liquidar mecanismos de redistribución de la riqueza, recortar o eliminar derechos básicos y reducir drásticamente las inversiones públicas en rubros no prioritarios: vivienda, caminos, hospitales, cultura, apoyo al campo. De hecho, los programas correspondientes empezaron a ser vistos no como inversión, sino como dispendio y malversación populista, mientras la malversación masiva, sistemática, planificada y legalizada iba cobrando carta de naturaleza en la cultura política del país, hasta el punto de que pareció natural que los fondos de retiro fueran puestos a disposición del jineteo de empresas privadas, o que los secretarios, legisladores y ministros del Poder Judicial presentaran la exhibición de sus ingresos desmesurados como prueba de honradez.

El principio del laissez faire no sólo conllevó una desregulación generalizada en la industria, el comercio y las finanzas, sino que se extendió al ámbito de la delincuencia. Bajo esos gobiernos sediciosos –del de Salinas al de Peña–, la delincuencia se convirtió en un sector de la economía por derecho propio, tal vez el más importante; sentó sus reales como detentadora de concesiones territoriales en múltiples y extensas zonas del país y en algunas llegó incluso a suplantar a sus contratantes de la clase política en el ejercicio del poder real, en una forma no muy distinta a aquella en que los concesionarios privados de los medios electrónicos pasaron de estar al servicio de los gobernantes a tenerlos por servidores.

En ese proceso, y con el telón de fondo de una impunidad casi absoluta, la vida humana se convirtió en un mero factor de valor agregado para toda clase de explotaciones, maquilas y tráficos, desde la minería hasta el narco. Desde la cumbre de los poderes presidenciales, buena parte de la sociedad fue persuadida de que las víctimas de la violencia delictiva se merecían su destino o que, al menos, el gobierno era ajeno a éste. En algo habrán estado metidos, eran pandilleros, se matan entre ellos, “los secuestraron los Guerreros Unidos”, la culpa es de los hijos de puta. Tales fueron, entre otras, las expresiones justificatorias de la abdicación del gobierno a su responsabilidad primaria, fundamental y última: garantizar la integridad y la vida de los habitantes del país, narcos o no, pobres o no, mujeres o no, estudiantes normalistas o no.

En buena parte de la sociedad, el ataque brutal contra los chavos de Ayotzinapa generó una súbita toma de conciencia no sólo sobre la injusticia, la omisión y la connivencia delictiva convertidas en prácticas habituales de gobierno, sino que los obligó también a abrir los ojos frente a un régimen tremendamente peligroso: peligroso para nuestras vidas, nuestro patrimonio y nuestras libertades. Para colmo, el gobernante y su pareja han sido exhibidos como inescrupulosos, por decir lo menos, con el asunto de la casa de Las Lomas; su respuesta ante el escándalo ha sido una lección de insensibilidad, mendacidad e insolencia, y eso no ayuda. En los casi dos meses transcurridos desde entonces, el gobierno de Peña, colocado fuera de lugar por una movilización que no se esperaba y por un civismo solidario que consideraba extinto, ha cometido torpeza tras torpeza y se ha ido deteriorando hasta llegar a lo que hace o mucho resultaba impensable: la posibilidad concreta de llegar a su fin mucho antes de los términos institucionales. Hoy no parece quedarle más remedio que empeñarse a fondo en la desestabilización, auxiliado por grupos de provocadores tan pequeños como vistosos para las cámaras de televisión, y presentarse como garante de un orden que ha sido socavado desde la misma cúpula del poder. El clavo ardiente de Peña –y la única perspectiva de salvación de sus reformas catastróficas– consiste en propiciar la violencia ciega y la barbarie represiva.

Hoy, en el 104 aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, muchos miles saldrán a marchar, en las calles de México y en las calles solidarias del mundo, en paz, con rabia y con la cara descubierta (salvo quienes pueden justificar el pasamontañas como un derecho ganado en luchas históricas más recientes), en gesto de empatía y compromiso con los estudiantes de Ayotzinapa, pero también para defender la paz, la estabilidad y la normativa constitucional emanada de esa revolución –que permite remplazar en orden y de forma legal a un presidente desastroso–, es decir, la civilización. Nos ha tocado vivir uno de esos raros momentos decisivos en el eterno duelo entre la civilización y la barbarie, y tenemos el deber de ser muchos y de tomar partido.

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