Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de noviembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El gran ajuste
E

stamos ante la eminente necesidad de intentar un gran ajuste de la vida nacional; de nuestra vida como colectividad, antes de que los pocos núcleos duros que nos quedan para evitar la fragmentación social se desgasten como resultado de la persistente pobreza económica y de que la dispersión de la inseguridad se apodere de nuestras conjeturas cotidianas.

El sistema político económico surgido de las crisis devastadoras de los años ochenta, así como del apresurado y traumático cambio estructural de los noventa del siglo XX, no ha dado los resultados prometidos por las elites que condujeron el Estado y las cúpulas del negocio y la riqueza. Aquí están con nosotros los montos de pobreza millonaria y los coeficientes de desigualdad que nos caracterizan y ubican en el indeseable hit parade de la concentración de riqueza e ingreso y la persistencia de la vulnerabilidad social que han permeado la vida entera de la región latinoamericana.

Ahí estaban, ciertamente, antes del famoso cambio, esas y otras expresiones del malestar social, pero parece cada vez más claro que, prácticamente todas ellas, se han agudizado para darle al perfil de la vida media mexicana una inestabilidad potencial y una acumulación de enojo que puede volcarse en revuelta colectiva y ruptura comunitaria sin necesidad de otros catalizadores horrendos como el que nos trajo a estos días aciagos.

La oferta de una revisión a fondo del sistema de justicia debe ser recibida con atención crítica y voluntad constructiva. No se trata, no debe tratarse, de un episodio más de la turbulenta y desastrosa experiencia con el mundo judicial. Se requiere darle la vuelta y poner énfasis en los eslabones más débiles de la organización del Estado: las policías y los municipios. Será ahí, en la llamada célula de la nación nunca bien entendida y menos promovida y protegida por ese fantasmal ente que llamamos la Federación, donde se libre la primera gran contienda con la irregularidad social e institucional que en estos años devino en flagrante complicidad de la autoridad local con la criminalidad organizada o candidata a serlo.

Habrá que ver si los pactistas convocados dan el segundo paso obligado, sin el cual no hay contienda alguna sino rendición: dotar de recursos financieros, humanos e institucionales extraordinarios para auspiciar la formación de capacidades efectivas y duraderas en la dichosa célula, para forjar formas de gestión y cooperación locales que fortalezcan la vida política local a la vez que una cohesión social hoy horadada por la penuria y la miseria política que, para nuestra desgracia, vino como un miserable plus de la pluralidad democrática. Como en todo lo demás, el drama local de México que se condensa en la tragedia del Sur, requiere de una ambiciosa política de la responsabilidad y la solidaridad. Éste es el reto mayor del Estado atribulado. No se superará con simulación y amnesia.

Quién y cómo, a qué ritmo se llevará a cabo todo esto, está por verse; pero después de la experiencia de pactos similares sobre la seguridad pública debería ser claro que sin un compromiso también extraordinario de los poderes federales, poco o nada se avanzará en estas materias que se consideran decisivas, estratégicas, para que la estrategia esbozada el jueves empiece a concretarse en acciones y logros significativos.

Los estudiosos de la conducta y la psique, de las neurociencias en general (el doctor Raúl Paredes de Juriquilla-UNAM, y Tamara Cordera, entre otros), me han ilustrado sobre una circunstancia que parece subyacer la real o aparente pasividad mexicana en la que ha descansado la estabilidad política que ahora está bajo el acoso de la indignación multitudinaria. Se trata del llamado desamparo aprendido que, según he podido entender, lleva a muchos a ver en una situación que objetivamente calificaríamos de indeseable o inaceptable, por ejemplo, la pobreza, la vulnerabilidad, la injusticia o las carencias, algo natural dentro de la cual hay que hacer la vida o resignarse a ella.

Quizá este aprendizaje explique el hecho de que los mexicanos aparecen como campeones mundiales en materia de felicidad y bienestar subjetivo. Una paradoja cruel y profunda para visiones de los antiguos, como este corresponsal, que para los estudiosos del tema que forman ya legiones no es tal, sino una suerte de hazaña basada en la aspiración de progreso individual y seguridad familiar que según ellos nos arropan.

Este desamparo aprendido o interiorizado, la reacción a darse por vencido, nos dice el doctor Paredes, no es una fatalidad, pero recoge de modo alucinante las grandes fallas geológicas de nuestra democracia y, en especial, de la política que ahí se realiza por los partidos, los medios de información masiva, el sistema educativo y la propia academia de estudios superiores. La inscripción de la sociedad toda en el modelo de economía abierta y de mercado fue encabezada por una intrigante recepción gozosa por parte de las elites de entonces y ahora, de la más extrema y vulgar versión del neoliberalismo.

Con un extraño sentido de pertenencia, los dirigentes del Estado y el dinero encaramaron la competencia a la cúspide de las virtudes teologales del nuevo México que emergería del gran cambio, sin entender ni atender las llamadas insistentes de una realidad rejega a la celebración a que se convocaba. No tanto por renuencia al cambio, sino por la fehaciente falta de mecanismos de modulación y protección social frente a los impactos negativos del referido cambio.

Los profetas de ayer y de hoy no han dejado de proclamar las promesas de su credo, que sería realidad siempre y cuando no se ceje en la creación de una sociedad de mercado que vuelva a asombrar al mundo. Lo malo para ellos es que del desamparo aprendido una parte significativa de nuestra sociedad feliz ha pasado al amparo reclamado airadamente que sólo puede encontrar respuesta en un poder transformado como condición para la recreación progresiva, gradual pero acelerada, del Estado democrático.

Volver al Estado no quiere decir volver atrás y convertirse en estatua de sal. Sólo quiere decir recuperar los mínimos de seguridad en nosotros mismos; reconocernos como mayores de edad que asumen su debilidad como individuos aislados y se aprestan a redefinir los términos de una nueva o renovada vida republicana que reclama empezar a superar cuanto antes la inicua desigualdad económica, social, cívica y política que hoy nos ahoga.