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Todos somos Abarca
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l sábado 15 de noviembre los jóvenes Bryan Reyes Rodríguez y Jacqueline Santana López fueron secuestrados por efectivos de la Dirección General de Operaciones e Infiltración de la Coordinación de Operaciones Encubiertas, perteneciente a la Comisión Nacional de Seguridad, quienes los presentaron ante el Ministerio Público y los acusaron por el delito inverosímil de asaltar con cuchillos de cocina a tres policías y robarle 500 pesos a uno de ellos. Ambos siguen en cautiverio.

El jueves 20 de noviembre un pequeño grupo de encapuchados se enfrentó con las fuerzas del orden frente a Palacio Nacional. Como es habitual, los agresores se retiraron sin contratiempos y 11 ciudadanos inocentes fueron violentamente secuestrados por fuerzas policiales en las calles de la capital, amenazados, sometidos a tormento sicológico, acusados de delitos falsos y enviados a cárceles de Nayarit y Veracruz, en donde permanecieron el resto de la semana.

El viernes 28 el estudiante Sandino Bucio Dovalí fue levantado por agentes federales encubiertos en los alrededores de Ciudad Universitaria, amenazado, golpeado, llevado a la SEIDO y presionado allí para que se inculpara de participar en la confrontación del 20. Unas horas antes, el procurador Jesús Murillo Karam y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, habían declarado que había órdenes de aprehensión en contra de los presuntos responsables de los actos violentos del 20 de noviembre.

El montaje contra el estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras fue tan grotesco e impresentable que hubo de ser liberado esa misma noche por falta de pruebas, y al día siguiente el comisionado nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido, anunció el cese de sus captores y dijo que la Policía Federal refrendaba su compromiso de actuar siempre en apego a la legalidad y con estricta observancia a los derechos humanos. Omitió, sin embargo, referirse a las tropelías policiales cometidas nueve días antes, cuando efectivos de esa corporación y de la policía capitalina golpearon a decenas de ciudadanos –13 periodistas, entre ellos–, capturaron a 15 personas, presentaron a 11 de ellas como responsables de la confrontación violenta y en la sede de la SEIDO las sometieron a diversos abusos: incomunicación, golpes, amenazas y presiones sicológicas para obligarlas a firmar declaraciones falsas, les cambiaron el nombre para que sus familiares no pudieran localizarlas, las desnudaron o pretendieron forzarlas a aceptar la representación de abogados de oficio. Por lo demás, en la medida en que todos ellos fueron absueltos por la autoridad judicial, es claro que los agresores siguen libres. Y todo mundo sospecha que seguirán libres porque no son estudiantes ni manifestantes, sino policías disfrazados, integrantes de cuerpos federales, compañeros furtivos de los agentes locales que apalearon, patearon, insultaron y capturaron a ciudadanos inermes y que fueron felicitados por el jefe de Seguridad del gobierno de Miguel Ángel Mancera, Jesús Rodríguez Almeida por su valor, gallardía y responsabilidad . Le guste a quien le guste.

A principios de noviembre el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos, señaló a los miembros de las Fuerzas Armadas que sus armas deben servir para proteger el activo más preciado que tienen México: su gente, con respeto a la ley y a los derechos de los ciudadanos. Dos semanas después los que fueron arrastrados hasta Palacio Nacional y golpeados allí por policías, y amenazados por efectivos militares: los vamos a desaparecer; los vamos a quemar vivos. Unos días más tarde soldados armados y uniformados ingresaron a un plantel de la Universidad de Coahuila, en Torreón, en busca de manifestantes revoltosos.

Siete días después de perpetradas las agresiones contra quienes se manifestaban en solidaridad con los normalistas de Guerrero, Enrique Peña Nieto presidió la ceremonia de expropiación de la consigna Todos somos Ayotzinapa y, parado en el mismo piso en el que se cometió el nuevo atropello, dijo que el gobierno de la república sigue trabajando para que el respeto y la protección a los derechos humanos, sean prácticas permanentes del Estado mexicano. Mientras hablaba, los 11 del 20 de noviembre permanecían en cárceles remotas, acusados de homicidio en grado de tentativa, motín y asociación delictuosa. Y si dos días después salieron libres ello no se debió a que la Procuraduría General de la República se desistiera de los cargos, sino porque un magistrado del Poder Judicial encontró que las imputaciones eran disparatadas. Y mientras Peña se elogiaba a sí mismo por haber generado condiciones de mayor seguridad, en Chilapa, Guerrero, aparecían 11 cuerpos decapitados y quemados y la criminalidad seguía levantando a ciudadanos en Cocula.

Desde que el procurador Murillo Karam dio a conocer su relato abracadabrante, hace ya más de dos semanas, el gobierno no ha vuelto a decir nada sustancial (real o imaginario) sobre los 43 normalistas desaparecidos en Iguala. Pero a dos años de la imposición de Peña Nieto la pudrición de las instituciones ha llegado a grados sin precedente, la violencia policial del régimen en contra de la ciudadanía es vista como normal y legítima y el discurso de las autoridades es tan escandalosamente falso y contrario a los hechos que, a estas alturas, la consigna Todos somos Ayotzinapa, expropiada para uso de gobernantes, suena más bien a Todos somos José Luis Abarca.

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